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57) EL MOLINO DE ABA]O

25/4/2021

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"Cierta cosa es esta quelmolino andando gana
huerta mejor labrada da la mejor mancana
mujer mucho seguida siempre anda locana…"
 
El trigo, la cebada, la avena y un algo de centeno' es lo que molían estas fábricas. Este último siempre ocupaba una estrecha franja circundando a la verdadera labor, trigo o cebada, sirviendo así de para-vientos y escudo contra las agresiones del ganado suelto.
Además, la paja centenaza era de gran utilidad en talabartería para
lomillos, albardas y bastos, y con los juncos, formaban el abusado de la choza donde se traspone el pelantrín; en verano bien frías, en invierno calientes.
Más eran molinos de pan que de pienso, y el trigo para este menester había de ser candeal; Pero como su producción ha sido siempre mordida, la reparaban con acarreos de Almadén de la Plata y de la Hoya de Santa María.
La molturación de los granos estaba repartida entre varios ingenios; uno, situado en el ejido de la villa, movida la piedra volandera por las fatigas de un burro; y dos a las orillas del río Huesna: el de Arriba y el de Abajo, empujados los rodeznos, a mi parecer, por la espuma del agua, los soplos de los chopos y el cantar de los pájaros.
El de Abajo es una nave alargada, de techo con viguería nudosa, sobre la que se desploma el río en tres saetines, que accionan dos muelas y agitan y hacen temblar a un juego de harneros y cedazos.
Regía esta industria “Enrique el Mojino", apodado así por ser oriundo de Alanís, quien además de ser maestro en su oficio, era hombre limpio y de gran ingenio.
Sorprendía su procedimiento para exterminar las ratas, a las que asediaba con múltiples perchas conectadas por un cordelillo con cencerros, que avisaban la consumación del lance y doblaban a difuntos.
​
Es natural que se prefiriera la harina de este molino por su uniformidad y limpieza, amén de la holganza en que se convertía el traslado
 del cereal para su trituración. Los siete
​kilómetros de camino y la belleza del lugar, trasformaban una necesidad en jira campestre; casi una romería

particular.
Pero un desgraciado accidente deformó para siempre esta predilección.
Con cuatro costales de trigo en dos caballerías por delante, iba Antoñín al molino. Le acompañaba en una pollina su hijo menor, con el propósito de, mientras su padre moliera, coger grillos en el llano de la vereda de carne, y juntos comer el contenido festivo del capacho que colgaba de la burra.
Llegados al antiguo molino, en tanto el padre y Enrique, molendero y molinero, descargaban y pesaban el grano, ya el chico andaba enredando en el soportal, intentando alcanzar los nidos de golondrinas.
Al ir a trabar las bestias recomendó Antoñín al molinero no perdiera de vista al travieso chaval, dado los peligros del tragante.
Cuando volvió el padre, Enrique el Mojino andaba enfrascado en su faena, disfrazado de anciano por el polvillo de la harina en cejas y pestañas.
-¿Y Manolillo, dónde está?, gritó Antoñín para hacerse oír sobre el ruido del agua y el de la piedra.
-Por ahí fuera anda. - Contestó Enrique, al que la cara se le había tornado más blanca que las cejas y pestañas.
¡¡¡Manolo!!!, ¡¡¡Manolillo!!!, gritaba el padre angustiosamente mientras el molinero bajaba al socaz.
Allí comprobó porqué se le trabó el rodezno; no fue un palo de los que arrastra la rivera del Huesna.
Horrorizado corrió entre la chopera a refugiarse en el molino de Arriba, acompañado por los gritos de Antoñín, que de bruces ante el cárcavo donde se distinguían unos trapos, no cesaba de repetir:
¡¡¡Manolo!!!, ¡¡¡Manolillo!!!
En el hastial, el escudo nobiliario que preside desde siglos, asistía pétreo; las golondrinas seguían su juego en las coladas al soportal, y el agua del río hacía contrapunto con los grillos del llano.
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