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62) EN LA HUERTA CATAÑO LE DIERON UN TIRO A MANOLILLO

30/4/2021

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Fue de escopeta, entre naranjos y limoneros de una buena Primavera y muchos pájaros; una escopetilla con munición de mostaza le mordió el pecho.
Se arrendaban por entonces muchas habitaciones para enfermos que buscaban el verano para respirar huyendo de Sevilla.
A la tisis los galenos de entonces recetaban aires puros y clima de altura.
El ferrocarril de Sevilla a Mérida era idóneo, no solo para los enfermos; también con cualquiera comunicación con Extremadura, pues esa fue la única vía dado el destrozo de las carreteras de nuestra última guerra civil.
Y por ello era aquel tren que se llamaba el Ómnibus que arribaba a las nueve de la noche, o el Correo a las once de la mañana, por lo que el cura había de abreviar y el sochantre reducir los cantos para que las mozas alborozadas lo vieran correr echando humo.
¡Se llegó a cobrar billete de andén por presenciar el paso del tren!
Y los zagales del pueblo siempre jugando, que es su obligación, en el Ejido, en la Madroñera, en la Ribera del Huesnar…
Vivían los Sayagos compartiendo la vivienda al final de aquella calle, la del horno de ladrillos de Pablo, la de la Huerta de Carrión donde veraneaba Joselito el Gallo.
Subían recuas de burros por las jaras para quemar y aromar el pan de los hornos, en las tahonas del pueblo.
Bajaban carretas de toros repletas de pinos: Jaramillo, el de la Cataña, Brenes y tantos más que me fallan en la memoria y fueron buenos boyeros.
Huyendo de los sofocos de la capital, recaló una familia que arrendó unas habitaciones en el citado vergel, la Huerta Cataño, y en el patio bajo el árbol del Paraíso, frente al pilón que no se cansaba de recibir agua, centrar las mecedoras, proteger el búcaro y agitar el abanico al compás del chirriar de los grillos cebolleros.
El hijo de este matrimonio hacia pandilla con los chavales de la calle, siendo considerado 
​por su atuendo y maneras un jefecillo.
Aquellos naranjos y limoneros no supieron qué hacer frente al palomar y los dátiles de la palmera gorda. Tampoco a sus pies una mastina vieja arrastraba dos cachorros que no cesaban de gemir y mamar.

Y en la vereda, en el paseo de los Rosales ocurrió ese pequeño tropiezo, que mayor pudo ser. Muy poco faltó para que la herida de Manolo fuera mortal.
Una discusión entre chiquillos; la soberbia del chaval capitolino y la arrogancia de Manolillo le infundió al veraneante, tras amenazarle, a dispararle con la escopeta que imprudentemente puso en sus manos como regalo su padre, un tiro en el pecho. ¡Y allí cayó Manolillo con su 
camisa vieja y mucha sangre en una vereda de hormigas!
Pasaron, han pasado años, pero la calle del Horno de ladrillos de los Pablos, sigue meando un agua cantarina, la que hacía rebosar al pilar de Cartuja.
Nos encontramos en el Casino; no sé cómo me apreciaría él, yo en su buena estatura lo encontré un algo doblado y su rostro sin brillo.
Tuvimos un contacto entre viejos con recuerdos olvidados y a colación, no sé por qué, brotó su accidente juvenil.
"¡Me quiso matar!, no lo pudo por mor de mis gruesas costillas, esas mismas por donde están esparcidos los perdigones."
Es médico y en Madrid tiene consulta; correteo otros galenos que ante las radiografías a las que me someten, siempre me preguntan por esa mancha bajo la tetilla izquierda.
He tenido la tentación de ir a su consulta y que ante su radiografía me preguntara la razón de ese contraste sobre el corazón de mi pecho que era una plaza de toros.
"¡No iré! ¿Cómo le diría que son los plomos de una escopetilla en la Huerta Cataño que él me disparó?
¡Además a los médicos visito en peregrinación por otro tiro con el que no puedo! ".
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