ASOCIACIÓN CULTURAL PARA LA PROMOCIÓN Y DESARROLLO DE EL PEDROSO
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Hablamos con Antonio Villalba Ramos sobre su nuevo y esperado libro.

20/1/2021

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Estos días de incertidumbre tenemos un motivo de alegría, nuestro socio y colaborador Antonio Villalba Ramos ha publicado un libro sobre la Compañía de Minas de El Pedroso y Agregados titulado:  “El Pedroso. Logros y avatares de la primera ferrería andaluza del siglo XIX. Cazalla de la Sierra 1817-1888”. Un trabajo que, según el autor, no solo analiza la trayectoria de la Fábrica del Pedroso desde 1817 hasta la suspensión de pagos en 1888, sino que al mismo tiempo quiere ser una reivindicación del papel principal que tuvo dicha Compañía en la Historia Industrial andaluza durante siete décadas.
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Nos cuenta Villalba Ramos que la tarea investigadora para conformarlo ha durado más de dos décadas, puesto que los archivos de ese primer proyecto de construcción de una ferrería en la Sierra Morena sevillana se encuentran en paradero desconocido o destruidos. Por tanto, ha tenido que ser la información hallada en los archivos: municipales, de protocolos, parroquiales, etc. además de la extraída de un concienzudo trabajo de hemeroteca, las que han posibilitado la redacción de las 324 páginas de este trabajo que hoy celebramos. La Ferrería de El Pedroso se fundó en el verano de 1817 en el término municipal de Cazalla de la Sierra, en la confluencia de la Rivera del Huesna y el arroyo de San Pedro, a 8 km de dicho municipio, y a 6 km de la localidad de El Pedroso, de donde tomó su nombre. Su ubicación tiene mucho que ver no sólo con las dos corrientes de agua abundante ya citadas, que aseguraban el funcionamiento de las seis ruedas hidráulicas que según Pascual Madoz llegaron a instalar, sino que también, por la cercanía de los abundantísimos cotos mineros de hierro que el Estado les había concedido en la localidad de El Pedroso y San Nicolás del Puerto. El autor, después de describir la situación social y económica de los pueblos que hoy conforman el Partido Judicial de Cazalla de la Sierra, así como las infraestructuras y comunicaciones en 1827, da cuenta de las descripciones que hicieron de la Fábrica tanto Samuel Edward Cook, como Frédéric Le Play y Pascual Madoz. A continuación nos habla de la llegada a la factoría en 1831 del artillero vasco Francisco Antonio de Elorza, y de lo decisivo y provechoso que fue su trabajo en ella durante los 14 años que fue su director técnico. Sin obviar las dificultades que le ocasionaron las sequías estacionales, la falta de carbones, el paludismo, etc. A nuestras preguntas nos dice Villalba Ramos que es ese periodo, el que va de 1831 a1844 (que él ha denominado como “ Periodo Elorza”), el que aporta la 
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información suficiente para reivindicar ese papel principal que tuvieron los altos hornos pedroseños en la Historia Industrial andaluza, durante la llamada Segunda Revolución Industrial. Francisco Antonio de Elorza dejó la Ferrería sevillana en 1844 para dirigir la Fábrica de Armas de Trubia (Asturias), aún así siguió teniendo relación con ella, y comprándole acero, que luego mezclaba con el sueco para construir cañones de gran calidad. Después de su marcha la Compañía tuvo una larga trayectoria hasta su colapso en 1888. Un recorrido que no estuvo exento de dificultades de todo tipo, tampoco de logros. Todo ello es analizado por Villalba Ramos en un libro necesario para entender un periodo destacado de nuestra historia. ​

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Considerando que sería de interés para nuestros lectores, pedimos a Antonio que nos permita recoger en estas líneas los distintos temas que conforman el libro a través de su íNDICE, accediendo a ello, esta es la trascripción:

CAPÍTULO 1
Población, minas y viajeros 
  • Introducción. 
  • Los pueblos del Partido Judicial de Cazalla de la Sierra en 1827.
  • El Partido Judicial de Cazalla de la Sierra según Pascual Madoz.
  • Un territorio abandonado. 
  • Un interés centrado en la explotación y producción de hierro.
  • La fundación de la Compañía de Minas de El Pedroso y Agregados.
  • Tres descripciones de la Fábrica del Pedroso.
  • La descripción de Samuel Edward Cook.
  • La descripción de Frédéric Le Play.
  • La descripción de Pascual Madoz.

CAPÍTULO II
Elorza en el Pedroso, el tesón de un artillero siderúrgico.
  • Introducción. 
  • «El Periodo Elorza», 1831 - 1844.
  • Francisco Antonio de Elorza y Aguirre.
  • Innovaciones y progresos. Técnicas llevadas a cabo por Elorza en Málaga y Sevilla.
  • Concesión y compra de tierras para la Fábrica del Pedroso.
  • La contratación de los operarios extranjeros, 1834 - 1840.
  • Los presos cubanos de la Fábrica del Pedroso. 
  • La contratación de los operarios españoles, 1834 - 1841.
  • Los horarios de trabajo.
  • Los sueldos.
  • La importancia del agua. 
  • La incidencia de las sequías estacionales.
  • La incidencia de la falta de carbones.
  • Las minas de carbón de Villanueva del Río.
  • La elaboración del carbón vegetal, boliches y carbones.
  • La incidencia del paludismo.
  • Los forasteros de la Fábrica del Pedroso.
  • Los Pool, un viaje de ida y vuelta.
  • Las dificultades arancelarias. La exposición de la Fábrica del Pedroso al Regente del Reino en 1843.
  • Un epílogo necesario al «Periodo Elorza>> 

CAPÍTULO III
El protagonismo del Pedroso con el recuerdo de Elorza.
  • Introducción.
  • El Pedroso, la apuesta de Francisco de Luxán.
  • La persistencia de las dificultades por la falta de infraestructuras y de comunicaciones.
  • La Fábrica del Pedroso en 1866.
  • La Fábrica del Pedroso y el ferrocarril, crónica de una esperanza frustrada.
  • La rémora arancelaria.
  • Momentos de cambio en una década convulsa, 1870 -1880.
  • La Compañía de Minas y Fábricas de Hierro de El Pedroso toma el relevo.
  • El colapso de la Fábrica del Pedroso, 1887 -1888.
  • Conclusión.

Apéndice Documental.
  • La visita de Manuel S. Massià a la Fábrica del Pedroso en 1886.
  • Conferencia impartida en El Pedroso el 12 de agosto de 2017, con motivo del 200 aniversario de la fundación de la Ferrería:
  • Documento N.º 1
  • La Desamortización de Madoz y los montes del Partido Judicial de Cazalla de la Sierra:
  • Documento N.º 2 
  • Documento N.º 3
  • Las cartas de Elorza al conde de Villafuertes:
  • Documento N.º 4 
  • Documento N.º 5
  • Bibliografía y Documentación.
  • Agradecimientos.

PUNTOS DE VENTA
EN CAZALLA  DE LA SIERRA
  • LIBRERÍA GUERRERO MARTÍN
Calle Llana nº 2. 
Tf. 954 88 31 81


  • LIBRERÍA EL ZAQUIZAMÍ
Paseo del Carmen, 13, B.
Tf. 954 88 36 48

EN EL PEDROSO
  • PAPEL Y MÁS. 
​Pl. Andalucía nº 1, El Pedroso. 
Tf. 954 88 92 54 - Mv. 682 246 305

  • O al correo antovill2000@yahoo.es
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14 de FEBRERO

24/8/2020

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     Siendo hoy el día del amor, el tan nombrado San Valentín, el tan querido 14 de Febrero, hablemos un poco del amor. Ese sentimiento que nos hace perder la cabeza, sonreír y quizás hasta ser un poquito más cursis de lo normal. Qué bonitas son las historias de amor, esas parejas que vemos pasear cogidas de la mano o aquellas que se hacen carantoñas y terminan abrazados. Los dichos del amor tampoco se quedan cortos, como el que dice que todos estamos enlazados con alguien mediante un hilo rojo, un hilo invisible que conecta a las almas gemelas. Se cuenta que no importa la distancia el tiempo o el lugar, que quienes están conectados por ese hilo tarde o temprano se encontrarán. Los cuentos de princesas cuentan que nos encontraremos con un príncipe azul y viviremos felices para siempre.
Pero ¿y si contamos el amor desde otro lado?, desde el lado en el que se odia al amor porque sí, esto sigue siendo amor, pero desde la perspectiva contraria a la que nos lo muestran en todos sitios, desde esa perspectiva dura, confusa. Seguro que todos os habéis visto en esa situación alguna vez, sí, justo en ese momento en el que, hasta la más fuerte llora, en el que se 
abraza la almohada, los temores, los miedos y la añoranza, y es ahí cuando empiezan a manar las incontrolables 
​lágrimas que descienden hasta la comisura de los labios que bien te recuerdan la semejanza con los suyos, o bien te hacen descubrir la desagradable cara b del amor, que se dice que el amor cuando no muere te mata y es que solo mi almohada es testigo de los reversos del amor, de cómo he amado tanto como lo odio a él, que te pasas días destrozados quizás sin saber qué rumbo seguir o por qué camino continuarás ahora y que cuando llega la noche y solo deseas dormir ni el sueño te consume, miras al techo y esperas que el insomnio por fin se marche y te deje dormir en paz, para que al despertar te percates de que no descansaste nada, solo vagaste las horas empapando tu almohada, que lo que duele es esa esperanza de que todo mejorará. Qué triste eso de esperar un gesto de la otra persona, que esta reaccione como nos gustaría. Porque después de todo, después de tanto, seguimos cayendo en su trampa. El que parece que nunca te va a fallar, el que te saca una sonrisa y los mejores momentos pero que, en otros, te hace desear no despertar mañana. Quizás confié demasiado en el amor, quizás ya me guste el dolor que me provoca o quizás esté demasiado rota y tan solo busque una sonrisa. Quizás todos seamos marionetas de su encanto, de sus palabras, de sus caricias, de los momentos esos que más tarde van a desgarrarte. O quizás este sea el destino, el rumbo que deben tomar las cosas hasta el día que te das cuenta y ya amas por gusto, por darle esa felicidad que a ti tantas veces te quitaron. Quizás sí, quizás tan solo seamos marionetas del amor.
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CAMINO DE LUCES

23/8/2020

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            Se torna curioso cómo las palabras toman esa capacidad de afectar e influenciarnos, parece magia cómo cambiamos con tan solo escuchar una palabra. Sí, esta es mi historia, la triste historia de las palabras que nunca podré llegar a contar. Y es que siempre fui escritor, pero muy mío. Escribí mi propia biblioteca, que releía y retocaba continuamente, pero nunca me atreví a sacarlos de ahí. Ahora eso ya no pasará, aquellas palabras que cambiaron mi vida me persiguen continuamente y, efectivamente, era lo que tantos meses quise ocultarme a mí mismo, pero cuando esa tarde la escuché al final del pasillo, cayó sobre mí como el calvario que me persigue hasta día de hoy. “Terminal”, dijeron entre susurros, y ojalá pudierais leer todo esto que pienso, ojalá pudiera volver atrás y poder ser aquello que no fui y siempre quise. Quizás tan solo fuese un tránsito ente lo imaginado y la proximidad a la realidad.

            Vivía en un estado de continuo placer dentro de la habitación a la que yo llamaba mi templo. Y es que, aunque entraba allí continuamente, siempre que lo hacía, me parecía tan fascinante como el primer día. No le encuentro verosimilitud alguna con nada. Para hacerse una idea de cómo es mi preciado refugio, creo que la mejor intérprete es la imaginación, así que dejémosla volar por un instante. Al entrar, justo enfrente de la gruesa puerta que daba paso a aquel maravilloso lugar, está la mesa de caoba. En ella, el tintero, el estuche del plumín, un pequeño montón de folios aguardando a que vuelva a escribir y una lámpara de aceite. Detrás de la mesa una butaca, la cual adquirí hará ya dos años a un coleccionista de antigüedades. En  el lado izquierdo de la mesa y a espaldas de la silla se encuentran tres enormes estanterías en las que tengo distribuidos los libros por género, altura y color. En el otro lado, el derecho, una chimenea. Sobre la cornisa un reloj como el que aparece en la Bella y la Bestia, del mismo color que el escritorio y sobre él, un espejo circular con decorados dorados. A su izquierda un refinado mueble donde guardo los delicados whiskys ingleses que adquiero en mis viajes. Frente a la chimenea una alfombra blanca como la nieve, con cenefas de un negro azabache como los ojos de platero. Frente a ella un sillón para dos personas, aunque solo yo conozca este lugar, también blanco con dos cojines negros y a su izquierda una pequeña mesa circular en el espacio sobrante. Y con este me refiero al que va desde la chimenea hasta el comienzo de la estantería. A la izquierda de la habitación y pasando por la puerta, se encuentra toda una colección de cuadros, los cuales continuamente utilizaba para buscar inspiración cuando ya no fluían las palabras en mi mente. Me ayudaba la bailarina que, trazando una delicada y compleja coreografía, guiaba mi pluma con sus movimientos. Me inspiraba también uno más grande, de una niña en la soledad de un bosque, Godiva, de Collier. Circe, de Claudio Bravo. Autorretrato, de Serebriakova me inspiraba actualidad, me sentía cercano a ella y es que la muchacha de dicho cuadro aparentaba tener un par de años menos que yo. Pero sin ninguna duda, el cuadro que desde muy pequeño siempre me había causado gran impresión, admiración y asombro era el de El Caminante sobre el Mar de Nubes, ese cuadro había estado muchas veces ante mi penetrante mirada en busca de un dato más, quizás el dato clave que me llevaba a resolver la novela que tuviera entre manos. ¡Qué poder tiene sobre mí! Y justo encima, en el techo, cuando iba llegando la noche, iban dejándose ver las miles de estrellas que decoraban el cielo. Una noche, de entre muchas otras que pasé allí yo tan a gusto en el escritorio, a la luz de la lámpara de aceite y ante la atenta mirada de la luna en esa lúgubre noche de invierno, ante un folio, empuñando mi tan preciado plumín que tan solo un par de meses antes había sustituido a la vieja máquina de escribir, tan solo por percibir el agrado que me producía el delicado metal entre los dedos al contornear cada letra en la formación de palabras y casi siempre las incoherentes frases que derivaban de tales noches. Entretanto, reuniendo unas frases de un lado y otras de las anteriores noches, creé lo que sería el inicio de mi quinta novela, Por un AS de picas. Pasaron los días y noche tras noche retornaba a la postura inicial como intentando recobrar la inspiración que me llevó a ese comienzo, pero nada, parecía que se la había llevado el viento. Después, y poco a poco, me fui olvidando de ella, ahora pienso que me dejé llevar por la desilusión que me provocó no encontrar las palabras correctas. A partir de eso, no tardó mucho mi memoria en olvidar también mi género favorito o por qué decidí apostar por el plumín. Y fue ahí cuando el miedo se apoderó de mí. Tenía una teoría, la cual olvidaba continuamente a sabiendas de que era negativa, deseaba con todas mis fuerzas que no fuese cierta. Por ello acudí al médico.

            Me realizaron montones de pruebas, pero ninguna dio un diagnóstico claro. Pasaron horas que sentí como días y deambulando por aquellos tétricos pasillos, fue donde escuché esa palabra que a día de hoy todavía consigue erizar mis vellos con tan solo pensarla. En ese momento, y sin poder siquiera tomar aire, huí de ese lugar para ir a refugiarme en el servicio. Allí, postrado frente al espejo, hice ademán de reconocer esa pálida figura que se hallaba frente a mí, un difuso y acobardado yo que tenía el importuno placer de conocer en ese horrendo momento.
 Lentamente retiré la tímida mirada del espejo y colocando mis manos bajo el grifo, esperé hasta que estas, como un cuenco, se llenaran de agua para tan solo un par de segundos más tarde y sin preámbulo dejar caer esta por mis mejillas y de ahí al lavabo tras recorrer mi mentón. Y echando una última mirada al espejo, salí a paso firme de aquel lugar que había sido mi refugio durante unos escasos minutos. Sin dejarme reparar ni un segundo más en aquellos pasillos en busca de una pizca de esperanza, vinieron dos 
enfermeras a por mí trayendo consigo una
​chirriante silla de ruedas que hacía todavía más escalofriante aquel lugar, para más
tarde conducirme a la que sería mi habitación durante el siguiente mes. Escasos segundos después de que me recostaran en la cama, entró un médico que, al deducir por mi aspecto la corta edad en la que me encontraba, la sonrisa picarona con la que había penetrado por la puerta de mi celda, cambió repentinamente a una tez pálida como si un fantasma yo fuese. Este me comunicó que no encontraba la causa de esos continuos y persistentes olvidos; también con mucha calma y haciendo énfasis en que solo eran teorías, añadió que podía tratarse de un tumor, un coágulo o quizás una enfermedad poco conocida, la cual por el nombre no parecía muy atractiva. Las dos primeras semanas no se me hicieron muy largas, quizás porque todo en aquellas cuatro paredes era nuevo para mí, pasaba los días entretenido con el paso de los enfermeros y algunos niños curiosos que pasaban por allí y se paraban a saludarme y las noches de insomnio contemplando las hermosas vistas de la ciudad desde mi ventana. A veces las dibujaba, pero la gran mayoría permitía a mi mente recorrerlas y crear historias como en mis novelas. Una noche todo eso fue poco para mí, necesitaba algo más, emoción, más intriga…, necesitaba volver a escribir.

​            Así que cogí mi pluma y el cuaderno, las palabras fluían por sí solas, no quería dejarme llevar por las palabras del médico, pero… ¿y si dentro de poco no pudiese volver a escribir más, ¿qué sería de mí? Esas dulces palabras pesaban sobre mí, no podía quedarme ahí quieto. Si ese era mi destino, tenía que aprovechar hasta el último segundo. De ahí me surgió la inspiración, de aquella ventana, de un mundo visto desde fuera, pero a la vez tan cercano, tan próximo que conseguí avanzar en la novela. Después de un par de días de continuo trabajo, la tenía casi lista. Semana y media, nunca había escrito tan rápido, pero esta vez era diferente, esta vez todo fluía, todo congeniaba, todo llegaba con exactitud. Un enfermero, al que le había estado pidiendo hojas y tinta constantemente, me rogaba que se la dejase leer. Así que, al terminarla, accedí, por qué no. Esa misma noche, a la hora de la cena, seguido de la usual enfermera, apareció el médico. Habían encontrado qué me pasaba y con ello la solución. Todo venía de un bajo nivel de B12, mi constante ansiedad y un problema de riñones semanas antes diagnosticado. Todo ello en conjunto me había llevado a esta pérdida de memoria. Prosiguió diciendo que claramente había remedios para que todo volviese a la normalidad y con ello yo a mis novelas.


            Tan solo un par de días más tarde, después de la hora de rehabilitación, apareció por mi habitación el enfermero al que le presté el libro seguido de un hombre al cual no había visto nunca. Mientras, yo organizaba el transcurso de esta historia para poder sacar mis pensamientos y con ello escribirla para que algún tiempo más tarde fuese otra pieza en mi biblioteca; o quizás para contársela a alguien a quien le fallara la ilusión, quizás la esperanza o no viese futuro alguno. Ese extraño personaje decidió observarme mientras el enfermero miraba la escena ilusionado musitando algo que no llegaba a escuchar. Al tenderme la mano, me sacó de mi embrujo y me adentró en otro todavía más encantador. Él era editor, había leído la novela y quería publicarla, textualmente sus palabras fueron “gracias por hacerme adentrar y evadirme, a la misma vez que vivir en la piel de los personajes. Es magia cómo envuelve cada palabra, al lector creo que le gustará bastante.” Y dicho eso, solo le quedó concretar un día para que presentase el libro. Todo fue tan rápido que no tuve tiempo apenas para pensar en todo eso que estaba pasando. Ese no era el futuro que veía en mí hacía un mes, ese no era el futuro que me había atormentado durante tanto tiempo. Fue en el momento en el que retomé este escrito sobre lo que me estaba ocurriendo, cuando me di cuenta de todo lo que me había pasado. Fue cuando imaginé el futuro de un mes atrás y cuando miré al futuro que me planteaban ahora, impresionante. Me faltaban adjetivos para describir ese momento y ahora, tan solo una semana después de todo y a punto de salir del hospital, seguía sin encontrarlos. El editor tenía planeado el encuentro para tan solo dos días después de que saliera del hospital. Pero mi contento no terminaba ahí, quería volver a casa, a ese escritorio de madera de caoba, a ese profundo olor a libro antiguo que me inspiraba en cada uno de los míos, a esa habitación secreta situada detrás del antiguo mueble de roble del salón. Cada vez que subía ese pasadizo entendía cómo se sentían los niños al cruzar el antiguo ropero en las crónicas de Narnia. Os describiré lo que vi cuando volví a entrar allí después del mes en el hospital. Me volvió a parecer igual de fascinante que siempre, igual de encantador. Abrí la puerta del ropero, la cerré desde dentro como hacía siempre y mientras imaginaba la presentación del libro con las decenas de sonrisas que me esperaban y las palabras que había pronunciado horas antes el editor. Comencé a subir las escaleras que ascendían al torreón donde se situaba la mágica sala, mi refugio. Iba perdido, envuelto en una nube de alegría y emoción por aquella situación que me esperaba. Casi sin darme cuenta, llegué a la puerta de la sala; ya olía a libro antiguo, a madera, a hogar y al traspasar la puerta, me invadió una sensación de paz. Todo permanecía tal y como lo recordaba. La mesa redonda, el sofá, la mesa de escribir mis libros, y, más arriba, la ventana por la que tantas noches había estado observando la luna desde el sofá, por la que tantas noches me había estado mirando ella mientras escribía.
​
            Pero hoy era diferente, por aquella ventana entraba una luz especial, el inicio de algo. No era luz, no una cualquiera, era...es resplandor. ¿Era la mañana? Era el resplandor del óbito. Bajé la mirada desconcertado, penetré en la habitación y me vi donde siempre, en mi mesa, con la pluma en la mano, tinta negra, mi camisa favorita y escribiendo la novela. Me acerqué, era imposible. Solamente estaba escrito el comienzo y entonces, al mirarme, lo entendí. Todo había sido ensueño, los dos éramos yo. Un cuerpo, mi cuerpo... ahí entendí la luz. Yo, el yo del alma debía seguir ese camino.
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LA BILLARDA

17/7/2020

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Atendiendo a la demanda que hacemos, para que este CRÓNICASblog de la Asociación Cultural LA FUNDICIÍON de El Pedroso, sea cauce de cuantos relatos queráis compartir referidos a vuestras vivencias o escritos vinculados con  nuestro pueblo, hoy se une Manolo Montesinos que nos trae un recuerdo de su infancia en la que, tanto ayer como hoy, el mundo se ve a una altura determinada. Lo que no quita entrañable importancia a los hechos que se narran.

En el pueblo, uno de los juegos que por aquellas fechas (años de mi infancia, finales de los 50) practicábamos, bien cuando salíamos de la escuela (las ESCUELAS NUEVAS)  o bien los días de fiesta, era la “BILLARDA”.
El juego era muy sencillo, solamente constaba de dos elementos (además de las ganas de practicarlo) un trozo de palo de unos 10-12 cm de largo y un grosor variable, pero que podía ser de 2 o 3 cm, al que le sacábamos punta  como si fuese  un  lápiz,  pero por los dos lados, era la BILLARDA. El otro era otro palo,  más grande y un poco más grueso, como si fuese un bate de beisbol (hacía la misma función) pero no tan trabajado ni tan pulido, valía cualquiera de entre 60 o 80 cm.
Consistía en colocar la billarda en el suelo y con el palo largo darle en la punta. ​
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Lógicamente saltaba por el aire y era cuando con el palo de beisbol le dábamos con toda la fuerza que teníamos para que llegara lo más lejos posible. Ganaba quien alcanzaba mayor distancia.
Claro que el juego tenía su riesgo. El palo de golpear hacía un recorrido casi de 180 grados. Te lo ponías en el hombro, le dabas a la billarda e inmediatamente zas, le atizabas, pero el palo seguía su trayectoria hacia atrás.
Me acuerdo que siempre teníamos cuidado de no colocarnos detrás del que lanzaba por el riesgo que corríamos.
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Creo que era una tarde después de salir de la escuela y merendar, jugábamos a la billarda, entre otros, los dos hermanos Gregorio y Manolo Tirado que  vivían en la huerta Cataño.  Su padre era el encargado de la familia Cucarella,  y para su desplazamiento tenía una moto grande, marca DUCATI, so sé el modelo, pero hacía un ruido tremendo, era la primera que se veía en el pueblo . Gregorio era un poco mayor que yo y Manolo de mi edad.
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Recuerdo que estábamos en la plazoleta que hay delante de La Cartuja, detrás de la casa de Lorenzo el de la droguería y también del Doctor y de casa Peral, cerca de la casa de mi abuela en la calle de los Cercos número 12. ​Me tocaba jugar a mí. Coloco la billarda en el ​suelo (entonces de tierra ), le doy ​con el ​
palo, salta la billarda y zassss, el golpe en el aire con todas mis fuerzas . El palo en su recorrido sigue su camino hacia atrás y de pronto,  Ay, Ay, Ay…., miro atrás y veo que Gregorio se lleva las manos a la cara tapándose el ojo y chillando ¡¡¡Que no veo!!!, ¡¡¡Que no veo!!!.
Él y su hermano salieron corriendo hacia su casa y yo, que entonces tendría 8 o 9 años, todo asustado creyendo que le había sacado un ojo me fui a la casa de mi abuela. Me escondí en la escalerilla del tinado de la cuadra –hoy vive allí mi prima Chari-. Así que con un miedo tremendo, llorando y sin saber que hacer, me acurruqué en el pié de la escalera, y allí estuve no sé cuanto tiempo, pero que para mí, una eternidad.
Cuando me encontraron mis tíos, llamaron a mi madre que fue corriendo a casa de Gregorio para interesarse por su estado de salud. Todo quedó que era cosa de niños y que no se preocupara.
Después nos enteramos que lo llevaron al médico, debía de ser doña Concha y posteriormente a Sevilla, al Hospital. Gregorio no perdió el ojo pero yo cada vez que lo miraba me parecía que lo tenía más pequeño.
 
P.D.: no recuerdo bien, cuál de los dos fué, pero si me he de mojar diría que el izquierdo. Espero que si lee estas líneas lo confirme y que no me lo tenga muy en cuenta.
 
Manuel Montesinos Durán,
Tarragona, 6 de mayo de 2020
(55 días del estado de alarma por el COVID-19)

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EL JUEGO DE LA BILLARDA EN EL PEDROSO Y EN OTROS LUGARES.
Por la información recabada, la billarda es un juego que no estaba muy extendido en Andalucía. Cádiz, por la influencia de los marineros gallegos llegados a su puerto y el norte de Córdoba, son las dos zonas donde podemos encontrar los aficionados más recientes. El origen de que en El Pedroso fuera habitual, a mediados del siglo XX, ver a los niños entretenidos "dando palos al aire"(las más de las veces), nos puede llevar a pensar que habitantes venidos del centro o norte de España, fueron los que lo implantaron. Hoy, salvo en contrario, en nuestro pueblo se ha perdido esta diversión convertida ya en deporte. Comentar esto puede llevarnos a pensar que su desaparición es como la de tantos otros antiguos juegos. Sin embargo, en la actualidad, sigue teniendo un amplio desarrollo en distintos lugares del estado entre adultos y hasta con  su propia liga desde 2005.
Galicia es quizá donde tiene más adeptos y se le denomina de muy diferentes maneras según la comarca: billarda, cachiza, estrornela, lipe, pincha o pateiro. En Castilla-León Estornija; en Asturias, Liriu; en el País Vasco Txirikila y en Cataluña, Bèlit. Canarias y Extremadura, donde también se practica, se le denomina billarda y serían las dos excepciones 
​fuera de las zonas mayoritarias que citamos. 
Se tienen referencias de su práctica desde mediados del siglo XIII y aunque se desconoce el origen exacto de este juego, si se sabe que está extendido por todo el planeta. En Pakistán y en la India, se llama Guli-danda o Gilidanda; en Corea, Jachigi; en Alemania, Kibbel-kabbel; en Malasia, konda kondi; en Italia, Lippa; en Filipinas, Syatong; en Inglaterra, Escocia e Irlanda y USA Tip-cat o Piggy; en Eslovenia, Pandolo; en Nepal, Dandi Biyo; en Cuba, Qumbumbia; Portugal, Bilharda; Holanda...
                                       
                                          Redacción CRÓNICASblog.


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HUERTAS

24/6/2020

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El 26 de Mayo de 1926 nació en Cazalla de la Sierra José Sánchez Cubero”…

De esta forma me pidió José “El Conejo” que comenzara el escrito y así va a ser; pero esta historia empieza tres años antes de su nacimiento en la plaza Mayor de Cazalla.

Una multitud de curiosos se arremolinaban y no era para menos; se sorteaban entre más de doscientas familias solicitantes  setenta y dos lotes en la finca “El Galeón”.

En la puerta del ayuntamiento presidía la mesa el Conde de Jimeno, médico valenciano por entonces gobernador civil de Sevilla; le acompañaba el alcalde Don Camilo Pérez Durán, el párroco y el Ingeniero Jefe. Congregados alrededor, se apretaban para salir en las fotos un sargento de la Guardia Civil con varios números, autoridades y fuerzas vivas de Cazalla.
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Dos urnas de cristal contenían los números de los lotes de colonización de la Cooperativa Agrícola “El Galeón” y los correspondientes a cada solicitante.
Todos los cabeza de familia participantes habían acreditado una economía desvalida, no tener nada pendiente con la justicia y ser buenos cristianos. Conocedores de lo que se jugaban rezaban con más o menos fe por los mejores lotes.
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Los lotes que lindaban con la Atalaya eran buenos para sembrar trigo, pero poco abundantes de agua; las mejores eran las que estaban en la parte más baja de la antigua finca municipal. Las linderas a “Las Umbrías” y “los Cardadales” tenían agua abundante: una de ellas tenía una presa en el San Pedro para regar una hectárea de huerto y la otra una buena huerta regada por una noria y una pequeña alberquita que recogía agua del arroyo de Quintanilla.
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Justa y José eran un matrimonio de honrados hortelanos que sabían vivir con poco. Trabajaban desde hacía mucho tiempo en “Los Llanos de San Sebastián”, finca cercana a Cazalla; en aquel momento criaban a seis de sus hijos y estaban allí aquella mañana, pero la suerte de nuevo no les acompañó.
Sucedió lo esperado: tras el sorteo volvieron resignados a su trabajo y a su vida diaria.

Pasaron los años, los buenos y los malos y llegaron cuatro hijos más. A los diez le procuraron sustento, educación y valores. Trabajando y esforzándose envejecieron… Aun así, José “El Conejo” se dedicaría a la profesión de su padre, al igual que sus hermanos Modesto y Carmelo, que aunque jóvenes, ya trabajaban en “La Huerta de Asaín”.

José trabajó sin queja en varias fincas en Cazalla y al cumplir los  treinta años, ya con mujer e hijos, le ofrecieron el alquiler de una buena huerta en El Pedroso al que su hortelano, Valentín, ya no podía atender por su edad y salud. No lo pensó dos veces, el sería el nuevo  hortelano de la “Huerta del Tardón”.
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Frente a mí está sentado José y pese a sus 93 años, sigue siendo un hombre fuerte y membrudo al igual que lo fueron su padre y todos sus hermanos; con sus enormes manos sobre la mesa cuenta recordando:
-“Trabajé como un mulo y tocando todos los palos: tomates, pimientos, berenjenas, habas, maíz, limones dulces y de los otros. Para complementar el huerto  planté veintinueve higueras, varios perales, dos granados, tres membrillos y veinticinco naranjos. En un extremo de la huerta planté una tabla de papas, que eran más seguras y querían menos agua”.

“Como nunca me gustaron los químicos ni tenía dinero para comprarlos, me procuraba el estiércol de las muchas cuadras que había entonces en el pueblo”.

A los once años de mucho trabajar y pagar religiosamente su renta, le llegaron avisos que vendían la Huerta del Tardón.
Asustado y envalentonado pidió a la Caja Rural tres millones de las antiguas pesetas (toda una fortuna para él) por aquellas dos hectáreas y media y volvió a apretarse el cinturón; trabajó más, compró vacas de leche a “los gitanos blancos de la campiña” y les sembró maíz verde, alfalfa y grano…

José, sigue teniendo la cabeza muy clara, conserva una salud envidiable a pesar que su mastín “Tigre” le partiese la pierna por varios sitios cuando ya había cumplido los 80 años. Con los ojos vidriosos recuerda los sacrificios y las alegrías. Haciendo una pausa y mirándome fijamente me dijo:
-“Niño, ni entonces ni ahora. Nadie se hace rico siendo hortelano”.
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Charlábamos en su casa del Tardón y me preguntaba extrañado el interés que yo tenía por las huertas; hablaba a la vez que recordaba y volvían a su memoria gentes que ya no estaban, situaciones cómicas, alegrías, también momentos duros...
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Me contaba con cara divertida que el último millón se le atragantó y que los nuevos directores de la Caja en Cazalla le dieron un ultimátum. Hizo una pausa y señalando con la cabeza hacia la ermita del Cristo me dijo:
-“A mí lo que me salvó fue el Cristo”
Ensimismado con sus anécdotas y personajes, entendí el comentario como el agradecimiento de un creyente y le pregunté ¿el de la ermita, verdad? Y el riendo me aclaró:
-No, el de la ermita no, ¡el Molino!.
Al ver mi cara extrañada, entornó un instante los ojos y se dijo:
-¡Que le den por c…!, te lo voy a contar, hombre:
-Aquel bendito año se vino con un cosechón de aceituna tan exagerado que los montones de aceituna se elevaron delante del molino hasta lo más alto de los tapiales desde Noviembre hasta Junio.

El fruto se atrojaba y aunque se molía a tres turnos, aquello no avanzaba. Tanta prisa se daban con la prensa en volverla a cargar que el rebose de la misma máquina, el de los capachos al limpiarlos y el de los montones de aceitunas y del alpechín formaban pequeños arroyos que tenían por salida natural la huerta de José “El Conejo”.

José al ver todo ese alpechín entrando por su huerta se espantó, Creyó que aquello arruinaría sus buenas tierras y sin pensárselo cogió una azada y se dirigió con gesto sereno al molino para encauzar el problema…
Observaba el desastre y a medida que avanzaba se calmaba. Tanto se calmó que terminó cavando varias besanas con la pendiente adecuada para que todo aquello desembocase lentamente en varias charcas, donde con nocturnidad y ayudado de una sartén espumaba la espesa capa de borra de aceite que nadaba sobre el alpechín.

Me contaba con cara divertida que un día por otro llenaba dos bidones por los que le pagaban cincuenta duros en Lora del Rio. ¡Como vería el negocio que se envalentonó con aquellas ganancias y firmó más letras para comprar más vacas frisonas!
Me decía agarrándome la mano:
-“Niño, a mas vacas más trabajo y más leche…y más dinero para pagar las dichosas letras de la Caja Rural, pero a los tres años liquidé mi deuda y entonces empecé a ganar dinero para mí”.
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Yo seguía importunándole y haciéndole recordar apodos y el porqué de aquellos topónimos y él cerrando los ojos, volvía a hacer  memoria y como recitando la tabla de multiplicar, recordaba y con paciencia decía:
-“Vamos a ver, en la parte baja del pueblo era donde más huertas había. En dirección a la Ribera, cruzando el paso de la vía, tenía el padre de “Patachula” un buen huerto poco antes de la “Huerta de la Loba”, allí los hortelanos de verdad fueron el lobo padre y la loba; los niños nunca lo fueron y por eso cuando murieron los viejos se acabó todo”.
Aunque Pepe y Fernando eran ya hombres hechos y derechos, seguían peleando como adolescentes. Vivieron juntos bastantes años en la pequeña casa de la “Huerta de La Loba”.

El menor de los dos hermanos Lobo, Pepe, se hizo tractorista y a veces, en su vía crucis nocturno por las tabernas de El Pedroso, presumía enfrascado en su empolvado mono azul que cuando se le acababa el agua en Montegil, para no parar la labor, bebía el gas-oil del Fiat de cadenas.


Murió joven y su hermano, de igual vida desordenada, le acompañó algunos años después; aunque a Fernando el que lo remató fue un rayo mientras, calado hasta los huesos, cavaba con la azada una gavia en la entrada de su Huerta. 


​Recordaba riendo José “El conejo” que cada vez que Fernando tomaba algún vinillo de más, terminaba recitando con voz gangosa un ripio de cosecha propia:

 
“Que guarrería
cambiar melones por sandías
y para colmo, que estén podrías”.
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Siguiendo la misma carretera, un poco más abajo, estaba la noria de la huerta en medio de los llanos de “La Pelagia”. Tenía fama por abundante aún en los años más secos. Bajo un zarzal enorme encaramado a una higuera, se puede apreciar hoy  la magnífica y potente fábrica en ladrillo y mortero de cal.
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José “El Conejo” recuerda perfectamente a su hortelano, un hombre serio de baja estatura y desmesuradas espaldas que se llamaba Félix.
Un pequeño olivar separaba “La Pelagia” de su casi lindera “Viña del Cura”, que también era huerta, aunque escasa por su poca agua y no tan buena tierra. Su malhumorado hortelano Manuel, cura de profesión, pasaba las tardes de verano sentado en una vieja mecedora en la puerta de la casa para evitar las tentaciones hortícolas de los transeúntes.
Recuerda José como por debajo de la “Huerta Andrea”,  buscando la vía del tren, se sucedían las huertas: Había una que le llamaban “de los Maricones” y riendo me decía que no sabría decirme el porqué de este apodo...también estaban la “de la Antequerana”, la “de María”, “la de la Carlota”, la “del tío los Callos”, ese que su hija vendía cupones y no era mal parecida…

Ah, y frente al “Bañuelo” estaba la “Huerta de Carmona”, que aunque pequeñita, era la que por su orientación y situación quizás la más temprana de todas.

Hablaba José y de muchas de ellas solo recordaba su nombre y no siempre su ubicación exacta. De algunas sabemos quién fue su propietario, como aquella que estaba por el paso a nivel en dirección a “NavaLazaro”; y que la nombraban como “La Huertagerdía”, o la huerta de Ángel Díaz, que debía su nombre al que fue su dueño, Ángel María Díaz que ejercía de alcalde del Pedroso allá por los años de 1874. O aquella  otra, la “Huerta de Cristino” por ser Cristino Nogales su propietario.

José hace pequeñas pausas para hacer memoria y de nuevo, a borbotones se suceden nombres y emplazamientos:
“…Recuerdo que por el camino de “La Alcalagua” y frente del mirador de “La Huerta Cataño” estaba “La Huerta de Carrión”, enclavada entre olivares, daba muy buenas papas...” Frente a la antigua noria que hay en lo de Diego Rodríguez, pegando a la carretera, estaba la “Huerta Falcón”.
Su hortelano era Rafael Campos, hermano de Carmelo el del camión el que estuvo en Rusia...”

Cansado de mis preguntas me comentaba que por cualquier camino había huertas a derecha e izquierda; así por el “camino de la Gandula” estaban la de “Las Alberquillas”, que a pesar de no sobrar el agua, todos los veranos la familia de “La Niña Chica” sembraba tomateras y pimientos para la casa en el rebose de la fuentecita de los peces de colores y donde años después su hermano “Manuel el Conejo”, estuvo de hortelano.
Muy cerca estaba la de “Los Papafritas”, una buena huerta gobernada por “El Papafrita” viejo junto a su mujer, mejor hortelana que él y a sus tres hijos. Tras la muerte de los progenitores y hartos de cavar, vendieron la preciosa huerta y se dedicaron a su bar que con el sobrenombre del Vaticano (por ser residencia del papa) recibía a sus clientes en la entrada del pueblo.

Por el mismo camino se sucedían otras cuantas: la “de Rafael Lobón”, “La de la Sorda”, la de “La Gandula” que tenía un magnífico huerto, no le faltaba agua en su noria y tenía la ventaja que además le llegaba otro venero que el “Gafas”, su propietario, había canalizado en barro bajo el camino y que por su pié le traía el agua desde los frescos veneros de “El Castaño”.

Tuvo a  Balbino y a sus dos hijos como hortelanos durante más de cincuenta años. También su hermano Manuel  “El Conejo” labró en aquella huerta.

Más abajo y por el mismo camino pegando a la “Cañá del Marqués” y antes de dar vista a “Los Llanos de Álvaro”, estaba la “Huerta de La paula”. Sus hortelanos eran tres hermanos, dos hermanas apodadas “Las paulas” y su hermano.

Tantas llegó a haber que hasta hubo una en “la Fábrica de Los Lucas” que llegó a tener tres hortelanos: “El Cantaor el viejo”, “El Caja” (que era cazallero) y “El Cano”.

La huerta y la viña para el moro, decía el viejo adagio castellano, en él se destila la vieja tradición castellana de no ganarse el pan sino con la espada. Quizás por una causa parecida El Pedroso, pueblo minero, nunca tuvo buenos hortelanos y de los que eligieron ese oficio de mucho trabajo y más estrecheces eran foráneos; decían que los más eran cazalleros.

Poco han variado las labores desde hace siglos y así se ha seguido levantando, cavando, acaballonando y regando el huerto. Todo a brazo, aunque ayudados en las labores más duras con la tracción animal. El oficio requería trabajo, tiempo y quietud; con la marcha de los mayores se perdió este modo de vida y los conocimientos que guardaron con tanto celo quedaron en el olvido. 

Las plagas se combatían rotando cultivos y plantando variedades resistentes. Para luchar contra los hongos se empleaban el azufre, el cobre y el entutorado de las plantas que mejoraba su aireación.
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Se utilizaban verdaderas fórmulas magistrales a base de emulsiones de agua caliente a la que añadían aceite de oliva, petróleo, jabón blando, amoníaco y polvo de cal. No podían faltar en los ingredientes el salvado, el cobre y la melaza si se querían combatir gusanos  y rosquillas.

Para los pulgones, petróleo y jabón blando con agua caliente; aunque hubo algunos que apostaron por “el Polvo de Pelitre” con jabón blando neutro, siempre mezclados con agua caliente. Los más tradicionales empleaban aguas cocidas con hierbas "acres" (tabaco y hojas de nogal), combinados con rocíos de ceniza, cal y orines de caballería. Otros utilizaban la tradicional fórmula de la “flor de azufre”, cal viva y agua tibia que combinaba su efecto insecticida con el fungicida.

​Los gusanos de suelo y las  fusarias se combatían rotando las hortalizas de hoja con las hortalizas de fruto y las de bulbo o de raíz. Las mondas de patatas o naranjas bajo una teja se utilizaban para atraer durante la noche a caracoles y babosas que debían recolectarse antes de romper el día.
Si los topos hacían su aparición, era obligada la siembra salteada de semillas de ricino y cuando el espantapájaros no cumplía su  misión, se hacía un preparado de Calcio de Coral, Cartílago de Tiburón, maíz y agua, que ingerido por las aves, facilitaba su captura al producirles somnolencia.
El Guano o Nitrato de Chile era caro y pocos podían permitírselo pero evitaban la fatiga de la huerta estercolando y cada dos años sembraban habas, alfalfa y altramuces para que nitrogenasen el suelo con las nudosidades de sus raíces. ​ ​Algunos le llamaban a esta labor “abonado en verde”…
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La adquisición de semillas era tarea ardua y en el pueblo se aguardaba con expectación al viajante que ofrecía en pequeños saquitos de tela empolvada de ceniza su valiosa mercancía:
Coles de las razas “Nantesa temprana”, la “Roja pequeña de Utrech” o la “Jaspeada de Borgoña”, Coliflores “Semidura de París”, “Lenormand muy gruesa”, o “la Enana temprana de Erfurt”. Escarolas de las variedades más apreciadas como la “Rizada de Meaux”, la “Fina de estío”, la “Anjou o de casta moderna” y la “fina de Ruan”.

Las habas “Común o Panera”, “la Gruesa o de Agua”, “la  Windsor”, “la de vaina larga” y “la Sevillana Gigante”. Las habichuelas de enrame “de Soissons” “de Liancourt”, “la Sable de Holanda” y las enanas “Princesa”, “de Argel o manteca”, “jaspeada de Praga”, “de la China”, ”Blanca de Suiza” ,”Vientre de Corza”, “del espíritu santo” y la escasa “ negra de Argel”.
Cada huerta era un mundo aparte y tenía una forma diferente de administración. Las de tierras arcillosas o “cariñosas” necesitaban riegos más espaciados y abundantes a diferencia de las más arenosas que requerían menos volumen y más cadencia… 

Tan particulares eran, que según fuese su orientación, así eran las razas de malas hierbas que la infestaban; en las más frescas eran abundantes de “Lengua de vaca”, “Negrillón”, “Pajarera”, “Pamplina”, “Zurrón de pastor”, “Cerraja”, “Vallico, y  juncos.
En los huertos más solanos eran los “Abre puños”, los “Botones de oro”, las “Acederas”, las Amapolas, el ”Amor del hortelano”, la “Avena loca”, los “Azulejos”, el “Carretón” y el “Cenizo” los que daban más trabajo.
Aunque todos los hortelanos cavaban sin distinción “Collejas”, “Correguelas”, “Gramas”, “Hierbacana”, “Hierba Santiago”, “Lechuguilla”, “Gallocresta” y “Hierba Centella”.

La decadencia de las huertas y su mundo empezó con los grandes cambios del nuevo siglo. La desaparición de las norias fue el comienzo y la culpa fue de las ruidosas máquinas de aceite pesado, gasolina y gas pobre que llegaron de la mano de la minería. Lucían  con chulería brillantes chapas de latón con impronunciables nombres como Deutz, Anton schüter, Gardner, Tangye y Crossley.
A principios de 1.900 ya accionaban con su fuerza incansable el telesférico del mineral, las máquinas de taladrar, las bombas de agua y los generadores eléctricos; incluso los viejos molinos de aceite claudicaron y sustituyeron sus antiguas prensas por las hidráulicas accionadas por estos motores.

Las lentas y trabajosas norias dejaron de repararse y las bombas de agua las sustituyeron, después llegarían las mulas mecánicas que desplazaron a azadas, amocafres, burros y mulos y convirtieron a los hortelanos en motociclistas.
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De la misma forma llegaron los insecticidas en polvo, primero fueron los suizos que lanzaron el “Gesarol”, un veneno que contenía el DDT y el HCH. Le siguieron el “ZZ” y el “Agrícola Detano” con sus extraños aparatos aplicadores como los espolvoreadores de manivela o aquella estrambótica jeringa pulverizadora modelo “Lenurb” que no distinguía amigos de enemigos, provocando más daño a operarios y fauna silvestre que a la plagas del huerto, pero eso es otra historia…
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Con los cambios se abandonaron los antiguos usos y costumbres agrícolas. Algunos hortelanos retornaron a sus pueblos de origen, a otros los jubiló la edad y a sus hijos emigrantes, las herramientas con la que sus padres se ganaron honradamente la vida solo les recordaban estrecheces y sinsabores.
Pasados los años  y desapareciendo esta generación, difícilmente encontramos quien nos pueda hablar de este universo perdido.
En una época en la que no existían los motores, el indicador infalible de la existencia de buenas huertas en El Pedroso es la abundancia de norias. Muchas de ellas trasformadas en pozos han llegado hasta nuestros días, otras han desaparecido.
Quizás la más original de la que hay memoria es la que hubo en la “Huerta Cataño” a mediados de 1.800. El artífice fue Antonio Ruiz, un murciano que casó con Loreto Cataño. En la familia desconocemos como “Mamá Loreto” se enamoró del torreño “Maestro Ruiz” en una época en que los desplazamientos a zonas tan alejadas eran cosa poco común.

Antonio era trabajador e inteligente y a los pocos años de su llegada había cambiado la fisionomía de una gran parte de la Huerta Cataño que llenó de huertas y frutales sin olvidar sus muchos olivares que puso en producción. Le gustaba la carpintería y en su tallercito de la Huerta fabricó la noria de sangre murciana.

Para la jaula de la rueda del agua buscó madera de aliso, para la rueda del aire, los engranajes y la pastera la más apropiada era la de encina y para el balancín aprovechó la destartalada forma del tronco de un almendro sin injertar de un lindazo de la huerta.
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Solo acudió a otros artesanos para que le hiciesen los ejes de hierro y los arcaduces de barro fino. En Camas contrató la cochura de doscientos en un tejar que tenía renombre por dominar el temple y las caldas. No sería mala la hornada cuando ciento cincuenta años después aún conservamos algunos de ellos. Para alargar la vida de las gruesas sogas y cuerdas que fijaban los canjilones, las sumergía en borra durante meses mientras ademaba el ingenio.
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Su último hortelano fue un extremeño llamado Vitoriano; tras él un pariente de los Sayago cultivó una parte pequeña, pero la noria hacía tiempo ya que no se movía y las tierras que labraba no eran más que los restos de la huerta que hubo en su día.

Enfrente, en “La Huerta de Carrión”, contaban que se criaban unas patatas excepcionales, decían que era por el agua y la composición de sus tierras. De niña, mi madre conoció allí a un hortelano que era amigo de su abuelo y que había estado también en la guerra de Cuba.

Algunos años después, en los límites del antiguo casco urbano se instalaron los molinos de aceite “del Cristo” y “de Ruíz” sobre antiguas huertas con norias.

En el primer caso la que regó durante muchos años “La huerta del Tardón” la trasformaron en pozo de brocal y como tal sigue existiendo; en el segundo caso tras el abandono y demolición del molino llegaron unas modernas viviendas que se edificaron sobre el empiedro de granito de la Madroñera y la bóveda de la noria.

Bajo una losa en el salón de la casa de “Rafael el pelón” aún se puede ver  la inmensa noria labrada en la piedra pizarrosa del subsuelo. Con más de 20 metros de profundidad, se ensancha en su interior  en varias direcciones formando una gran gruta.

Norias también tuvieron la huerta del mismo nombre que aún conserva su topónimo al principio del paseo del Espino y aunque las dimensiones de sus tablas eran mucho mayores (llegaba hasta donde “Ignacio el del Cañuelo” tenía su fragua), aún nos podemos hacer una idea de su superficie.

Frente a ella estaba la “Huerta de Montegil”, aunque ya antes de su venta a D. Manuel Rodríguez en los años cincuenta, estaba ruinosa la pequeña noria que llenaba las dos albercas que saciaban la sed de su huerta que estaba tras la casa.

Tuvieron fama por abundantes la noria de “La Gandula”, la “del Patronato”, la de “Quintanilla la Baja”, la de “La Huerta de la Loba”, “La de la Pelagia” y la de “El Granadal” en el sitio de Palmilla. Dicen de esta última sus escrituras, que su noria tenía trece metros de vaso y sesenta de galería y que tenía sus correspondientes máquinas de extracción además de 305 metros de galería subterránea para captar agua para riego.
Daba agua a dos albercas grandes de obra de fábrica con las que se regaban cuatro fanegas en las que había frutales, higueras, granados, perales, manzanos y 274 naranjos. Su último hortelano se llamó Manolo Benegas y era el padre de “Malos pelos”.

Cuando Juan Jiménez llegó al Patronato procedente de la Quintanilla de los Iraola se asombró del gran huerto abandonado. Su magnífica noria que en su día necesitó un burro macho parar arrastrar sus cangilones estaba oxidada; una higuera brava agrietaba el fondo de su albercón redondo y las tierras de la antigua huerta, las higueras y los naranjos envejecían esperando en vano la llegada del agua.

Juan hacía todos los oficios; mulero, pastor, guarda y lo que hiciese falta. Tenía un corralito detrás de la casa; con su gallinaza y el estiércol de oveja que el pastor le daba de mala gana consiguió labrar un pequeño huerto junto al arquillo de la noria.
Recordaba su hija Marta como su padre sembraba entre las matas de patata  algunas matas de tabaco para burlar a los civiles, que una vez a la semana paraban a beber y a llevarse alguna cosilla…

Su hija marta, huérfana prematura y niña aún, procuraba como si de un juego se tratase llevar adelante la casa mientras su padre trabajaba; con idea de abundar un poco las sopas le sisaba mientras jugaba algunas patatas, que provocaban el enfado de su padre por no haber alcanzado aún su tamaño.
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Todo acabó un día en que Martita creyendo agarrar un tubérculo de buen tamaño, despertó de su sueño invernal a un orondo sapo partero. Mientras su hija gritaba con asco y arrojaba lejos al batracio, su padre riendo le decía:
-¡lo tienes merecido por ladrona!.
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Ya mayor, Marta reía recordando como su padre le hizo un arado de vertedera en miniatura a su hermano Juan. Tan escrupulosa era la reproducción que junto a todos los arreos para uncirlo a un gato manso, incluía el mecanismo para voltear la reja al final de la besana.

​Hay constancia de al menos dos huertas que no necesitaron artilugios mecánicos para que el agua las regase:

Por la base de uno de los gruesos paredones de obra sostenían la estructura metálica que protegía a los transeúntes de pedradas provenientes de las cubetas del telesférico se accede a “La Huerta Maripepa”.

Esta huerta que contaba con multitud de pequeñas tablas en distintos niveles tenía la particularidad de que su agua procedía de una pequeña galería bajo la carretera. Sus venas recogen aguas de la falda del San Cristóbal, las estaciones no alteraban su caudal y sigue rebosando por una pequeña tarjea forrada de castañuelas hasta una alberca cuadrada.

La recuerdo gobernada por un solterón y su hermano que sembraban, segaban y trillaban como si los siglos no le afectasen; enjutos de escasa talla y con los pantalones sujetados con cuerdas, ofrecían una imagen curiosa y desfasada.

Se llamaban Ignacio y Carmelo Reyes Díaz. Nunca trabajaron para nadie aunque viniesen malos años, se alternaban a diario para con un carro tirado por un mulo, llevar a sus vacas de “La Jarosa” paja y algo de grano.

Les buscábamos las vueltas y descalzándonos entrábamos en la fresca galería donde cogíamos ranas de San Antón y tritones de varias razas. Nos hicimos mayores intentando capturar una tortuga verdosa que se refugiaba al menor ruido en el fondo de la mineta.

El solterón murió hace algunos años, el otro aún anda por allí pero ya no siembra el huerto ni trilla las habas y la alberca hace ya mucho que no se encala…

La otra huerta regada por manantial es “el Huerto Arriba”. Amparado al pago de “La Teja”, se aprovecha de la protección que le brinda del norte y de sus veneros subterráneos. Un manantial de buena agua que no amaina con los estíos, llenaba una alberca redonda que desde su altura administraba cómodamente el agua para las tablas.   

Mi buen amigo Andrés, su propietario me cuenta que por documentación registral sabe que a principios del siglo XIX, la adquirió Bernardo Rivas y Roca coronel del Ejército Realista. Este militar recibió como premio patriótico tras las guerras carlistas treinta hectáreas en la Adelfa.

Hombre industrioso compró la antigua huerta en las inmediaciones de El Pedroso y la trasformó con bancales y mampuestos de grandes piedras secas, sembró árboles frutales, ordenó el olivar y mejoró sus tierras. Desde entonces pasó a denominarse “Huerto de Rivas”.
Sus últimos hortelanos conocidos fueron Rafael Santos “El Cala” y Francisco Muñoz “El Barroso”.

Antes de llegar al “Huerto de Rivas”, se escondía tras un seto de madroños una pequeña propiedad que tuvo viña y una coqueta huerta, se nombraba por “La Viña de Maroto”. El limitado caudal de su pozo no permitía grandes locuras.

Me interrumpe José y me recuerda que Junto al pilar de “La Rolava”, tenía su magnífico huerto “El Cojo”, ese que arrastraba su pierna poliomelítica y su mal humor entre los lomos de su huerto y amenazaba a ganados y chiquillería con la precisión de una pequeña honda.

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Le noté cansado, el tiempo había pasado deprisa y no quise abusar; tras agradecerle su tiempo y el haberme tratado con cariño me despidió dándome un abrazo y haciéndome calcular de nuevo su edad, como si no lo creyese. Lo dejé descansando en su sillón y al despedirme me confesó con tristeza que no le gustaba su soledad.

​Sé que pasó un buen rato. Nos reímos de verdad y aunque algunas veces le tembló un poco la voz recordando a su mujer y algunas situaciones difíciles vividas, me despidió diciéndome con cara divertida:
-“Niño tráeme la prueba del cuento para que yo vea si está bien, pero no tardes porque si no me lo vas a tener que llevar a “la Huerta de La Loba”…

(Aclararemos para lectores foráneos que el cementerio nuevo está en las inmediaciones de la “Huerta de la Loba”).
 
P.D. :
 
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Poco tiempo después de escribir este relato nos dejó José.
Durante la homilía en la iglesia repleta de amigos que le fueron a despedir, recordaba nuestra larga conversación unos meses antes. Aunque al principio le extrañó que alguien ajeno a su mundo se interesase por él y por su oficio ya desaparecido, le gustó la idea que aquello quedase por escrito y no se olvidase. Sabedor que su tiempo se agotaba por días, no perdió su sentido del humor y en su simpática despedida, de matador de toros antiguo, me arrancó una sonrisa triste.
 
Descansa en paz. 

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VELETAS Y PARARRAYOS.

10/6/2020

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Conservo desde niño una curiosa atracción por estos artilugios y tengo por cierto que su existencia en edificios es indicador de calidad.
 
Eso del viento parece cosa de poca enjundia, pero algo habrá cuando calmas, brisas, ventolinas, ventoleras y ventarrones remueven nuestro interior. Fue el poeta romántico Goethe quien escribió que por cambiante, el alma del hombre se asemejaba a los vientos.
 
En la veleta la fijeza de los puntos cardinales hace de contrapunto a la incansable corrección mágica de su flecha, su éxito estriba en lo elemental de su mecanismo: una flecha con su parte posterior apantallada que gira sobre un eje vertical  indica la dirección de donde proviene el viento. Tiene otras acepciones muy bien traídas y así se aplica como adjetivo a las personas volubles o inconstantes. Recuerdo que mi padre tenía en los frutales una mastina de carácter difícil con ese nombre…
 
El refranero nos advierte que “viento que corre muda veleta pero no la torre” y nos recuerda el mes ventoso por excelencia:
 
“En Marzo la veleta, ni dos días esta quieta”. También la asocia a cualidades femeninas: “Mujer mudanza y fortuna, tres veletas que son una” o “Belleza sin talento, veleta sin viento”...
 
El origen de este invento parece ser mesopotámico y tuvo fama la quimera de torso y cabeza humana con cola de pez que remataba la Torre de los Vientos de Atenas. Representaba al mensajero de las profundidades Tritón que con un pequeño cetro que sostenía en su mano, señalaba la dirección del viento.

Alejandría, para no ser menos, lució en la parte más alta de su faro una estatua de Tolomeo de más de siete metros de altura que “funcionaba como veleta” y los vikingos, que no conocían la brújula de imán, portaban en la parte delantera de sus drakkar unas rudimentarias veletas que les ayudaban a navegar y a localizar la tierra.
A Europa llegó en la Edad Media y es a partir del siglo IX d.C. cuando se hicieron populares las veletas con figura en forma de gallo. El causante de tan longeva moda fue el papa Nicolás I que las instauró en iglesias y monasterios; simbolizaba las tres negaciones de San Pedro y el triunfo de la fe.
 
En castellano veleta y giralda son sinónimos. La más célebre de estas veletas o giraldas es la de Sevilla que dio nombre a la torre sobre la que se instaló. El Giraldillo simboliza la victoria de la fe, representa a una mujer embarazada que vestida con túnica romana  sostiene un escudo en una mano y una palma en la otra. Su autor, Bartolomé Morel la fundió en 1.500 y es la mayor y más bella de nuestras veletas.
 
En Centroamérica, donde se les llama veletas a los molinos de viento, hubo una ciudad que tuvo por muchos años el curioso título de “ciudad de las veletas”.
 
Una borrosa fotografía de la mejicana ciudad de Mérida realizada en 1880 inmortalizó la panorámica de su bosque de torres metálicas que la asemejaba a los campos petrolíferos tejanos con sus derriks .
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Las hélices que hacían girar las bombas que extraían el agua de sus pozos se detuvieron con la llegada del progreso; conducciones eléctricas y agua corriente hicieron que esta ciudad perdiese su bonito y sonoro título para siempre.
 
De niños, las veletas nos servían para afinar la puntería de nuestros tiradores. Las conocíamos bien y sabíamos que en invierno, cuando la de la torre apuntaba a La Lima, anunciaba el aire frío y seco que nos cortaba los labios. A la humilde y remendada veleta del alero de la Fonda de Tristán le gustaba señalar hacia las Madroñeras cuando el viento, cargado de humedad barruntaba temporales. ​
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Y cuando apuntaba el verano, la que adelantaba los vientos solanos y calmazos que llegaban desde la estación, era la coqueta veleta de la entrada de La Cartuja.

​Es curiosa la poca afición a ellas que existe entre los pedroseños y su escaso número, solo recuerdo dos (y ambas siguen girando) una en el caballete que separaba la casa de Víctor Falcón con la del Barroso, dando vista a la calle Ramón y Cajal y la otra la de la casa de mis padres en la calle Castejón; esta lo hace ahora en Las Colonias.
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El  motivo de la primera de ellas es original y representa a un torero en plena suerte dando un pase de pecho a un toro que embiste humillado. El tiempo, que le ha hurtado estoque y capote al torero, no le ha privado de su encanto. ​
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Desconozco quién encargó el artilugio pero si sé por mi padre que las manos que la fabricaron fueron las del herrero Ignacio Espino Moyano, nuestro “Ignacio el del Cañuelo”.
 
Lo recuerdo delgado, menudo, con el pelo gris y de grandes manos siempre tiznadas. Era un hombre extrañamente paciente con los niños que constantemente le importunábamos con nuestros grandes problemas: una cadena de bicicleta rota, una púa de trompo desaparecida o la fabricación de uno de sus productos estrellas: las horquillas de tirador de grueso alambre de acero torsionado.
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Los privilegiados con estas joyas, las lucían al cuello con orgullo, mientras  las nuestras, de humildes acebuches o charnecas viajaban discretamente en nuestros bolsillos. Hombre inteligente y autodidacta tocaba todos los palos. Conservamos en casa una factura de reparación de martillos y agujas de las escopetas de mi abuelo Pepe del año 1954, en el que el membrete de su negocio informaba:
 IGNACIO ESPINO MOYANO
 -TALLER DE HERRERÍA
 -AJUSTE DE ESCOPETAS Y CAJA PARA LAS MISMAS
 -ARREGLO DE ARADOS Y HACHAS

 
Curioso e imaginativo, procuraba soluciones técnicas a problemas insolubles que se debatían en la tertulia de la puerta de su taller, donde no faltaban parroquianos de avanzada edad con mucho tiempo que gastar. Su negocio se extendía por el planazo de la antigua era de la “Huerta de la Noria”, al que subíamos por el callejoncito que estaba entre la casa de Manolo el carpintero y la de Cánovas.
 
Y así para asustar a las reses que desvergonzadas invadían huertos y frutales, fabricó un ruidoso molinillo veleta que utilizando como cuerpo una lata de leche condensada y aprovechando la energía de su hélice daba movimiento a una especie de leva en su interior con una pieza metálica colgante que al girar emitía un tamborileo estridente.
 
Sus detractores achacaban al inventor que solo funcionaba los días de viento y que las reses terminaban acostumbrándose al molesto ruido. Tenían demasiado tiempo libre! En otra ocasión el debate giró sobre la incomodidad de la recolección de los higos chumbos. Aquella noche Ignacio se acostó rumiando su invento y al día siguiente martilleaba y soldaba su nueva invención:
 ¡“El Trincahigos”!.
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El artilugio, empotrado en el final de una vara de castaño tenía dos jaulas semiesféricas que a modo de pinza y obligadas por un fleje se mantenían cerradas. Una cuerda accionaba el extraño artilugio y le hacía abrir las fauces y con el fruto en su interior, un pequeño rebaje en el borde exterior de estas semiesferas hacía de cizalla para cortar el pedúnculo del pinchoso fruto que quedaba aprisionado.
 
En casa conservamos con cariño algunas piezas suyas: una versión original del trincahigos (nos consta que las hubo mejoradas), una bonita veleta que le hizo a mi padre, gran amigo suyo, un calabozo de acero de una grada y una ligera romana de su cuño, que tampoco se le daban mal.
 
Nuestra Iglesia, Ermita del Espino y especialmente La Cartuja siguen luciendo con orgullo sus veletas en pináculos y espadañas. La veleta de la torre se clava en una esfera de piedra encinchada de hierro; su banderola rectangular luce tres ráfagas, terminando la central en una media luna. La flecha la forma una punta simple con dos volutas que le dan rigidez. Su eje es la parte inferior de la cruz de cerrajería con una estrella central adornada con ráfagas. Por la altura de su ubicación mereció un mayor tamaño.
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La Orden Cartuja en su casa de El Pedroso compaginaba silencio, abstinencia, ayunos y rezos con el gobierno de olivares, viñas, huertas y ganado; aunque estaban obligados a conocer bien el entorno y su climatología, parecen excesivas tantas veletas en su casa.
 
Tanto en los motivos de ellas como en el reloj de sol vertical septentrional que mira a la antigua portada de arco que tenían en la Calle de los Cercos, se advierte una más que medida dosis esotérica bajo la simbología cristiana.
 
Todo parece llevar la firma del que fue durante años administrador de esta Casa Granja: Fray Luis Bautista Gómez, hombre ilustrado y matemático reconocido al que la Santa Inquisición miraba con interés por sus extrañas aficiones.
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La ubicación de las veletas no parece caprichosa, se buscaron los puntos cardinales adaptándose a las diferentes alturas de los edificios que conformaban esa Comunidad.
 
Es probable que existiese en la Cartuja un reloj de sol horizontal (quizá disimulado en alguna de las losas de su empiedro) que completara la información horaria durante las restantes estaciones.
Tampoco habría que desechar que existiesen otros relojes de sol verticales (meridiano, oriental y occidental) en algunas de sus muchas fachadas orientadas a diferentes puntos cardinales. ¿Si no hubo reparos con el número de veletas, por qué hacerlo en el caso de los relojes de sol mucho más económicos de instalar?
 
Mirando al Norte, en la entrada principal de la Cartuja, sobre los doce luceros está la primera de sus cuatro veletas; una cruz flechada hace de eje y sobre un orbe calado nos saluda una banderola con unas figuras caladas: una Tau, una mitra y un extraño símbolo que se asemeja al árbol de la vida. La flecha está arriostrada con un bonito e ingenioso lazo.
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La segunda, la que mira al Oeste, está situada sobre el edificio principal. Una peana con azulejería sevillana del XVII la eleva. Aprovecha el vástago sujetado por dos volutas de forja de una cruz flordelisada con potencias en su intersección y con un árbol de la vida inserto. Una representación de una paloma en vuelo hace de banderola a una sencilla flecha.
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La que busca el Este es la que está sobre el palomar que se asoma a la Huerta Cataño. De un pequeño pináculo sobresale un ligero vástago, en su base un pequeño orbe del que arranca una cruz santiaguera que hace de eje de una frágil pantalla en forma de disco con un trébol de seis hojas calado.
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​Mirando al Sur y sobre un original pináculo cilíndrico está la cuarta. Una cruz cuadrangular con potencias le sirve de eje. En su base, sobre una pequeña esfera, aún se sostienen tres piezas de forja (de las cinco que en su día formaron una especie de corona). Su banderola, desgraciadamente perdida, no le quita mérito a una original voluta de forja que sustenta a su flecha.
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La ermita de la Virgen del Espino, luce en su espadaña una muy original. La base de una cruz cuadrangular flordelisada con potencias hace de vástago a la veleta, que luce en su banderola de dos puntas flores de lis pero esta vez caladas.
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Aunque ya no existe la ermita de San Sebastián, si sabemos que su cúpula estaba remataba por una veleta de la Orden de Santiago; la casualidad ha hecho que llegue a nuestras manos.
Por su forja y simpleza se puede situar en el siglo XVI. En la pequeña banderola de dos colas aparece calada una cruz simple que gira sobre el mástil de una cruz santiaguera.
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Son raras las torres de los molinos de prensa de viga que no estén rematadas con una cruz o con una veleta y aunque la lógica nos dice que al menos debió existir uno de este tipo en El Pedroso, no se conserva edificación ni memoria de ello.
Desconocemos cuando desaparecieron estas potentes estructuras ni que fue de sus remates metálicos si los hubo.
 
La Iglesia católica tiene por protectora frente a las tormentas a Santa Bárbara, la razón de ostentar este título la tuvo su padre, que cayó fulminado por un rayo tras degollarla por cristiana.
 
Los otoños ventosos traían nubarrones y truenos, El Pedroso quedaba a oscuras, las calles se despoblaban de niños y en los hogares nuestras abuelas rezaban una “abreviada” de tres estrofas de la larguísima oración a la Santa patrona de mineros y artilleros.
 
 Santa Bárbara bendita,
que en el cielo estás escrita,
con papel y agua bendita,
en el ara de la Cruz.
Pater Noster. Amén, Jesús.
 
Santa Bárbara bendita,
que en el cielo estás escrita,
con papel y agua bendita,
en la hora de la Cruz,
nuestra muerte. Amén, Jesús.
 
 Santa Bárbara bendita,
que en el cielo estás escrita,
con papel y agua bendita.
Ese rayo martillado,
que no caiga en mi tejado,
ni en los pies de mi ganado,
ni en los brazos de la Cruz.
Pater Noster.
Amén, Jesús.
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Decían los mayores que no empezaron a caer rayos en el pueblo hasta que no pusieron el alumbrado. Algo de razón habría pues las “Fábricas de la luz”, sabedoras que su encanto interior provocaba atracciones peligrosas, colocaron pronto tomas de tierra en sus puntos más altos y era rara la tormenta que no les regalase alguno de ellos. Desgraciadamente estos ingenios se perdieron al igual que los edificios que la sustentaban.
 
Los pararrayos intentaron en vano vencer los atávicos miedos de los parroquianos; quizá fuese lo escaso de su número o lo rudimentario de estos primeros artilugios pero la verdad es que raro era el otoño, o el  invierno que algún rayo no destejase algún alero. Por su elevado coste, en El Pedroso eran contados: El del campanario de la torre, el de la casa mi abuela, los dos de las Escuelas de arriba y el de Las Alberquillas, que aunque estaba fuera del pueblo, lo contaremos como urbano.
 
Animaba las tediosas tardes de invierno la noticia de la caída de alguna “chispa” que así llamaban en el pueblo a los rayos. En Las Colonias un mismo año se le coló a Muriel una por el tiro de la chimenea levantándole toda la solería y a la de su vecino, mi padre,  le entró por la veleta y despellejando las vigas de castaño, salió bufando por un muro; en su huida el remitente dejó un agujero ahumado con fuerte olor a azufre, firma clara…
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Me contaba Lolita que la razón por la que a mi padre, hombre de pocos miedos, le causasen algo más que respeto las tormentas venía del pánico que le causaban a mi abuela Marta. Al primer trueno nos alejaba de chimeneas y televisores y alimentaba nuestros temores contándonos historias de piaras de ovejas diezmadas por resguardarse bajo un árbol, de rayos que entraban por la punta de los cuernos de las  vacas retintas o guardas que salvaron milagrosamente sus vidas por llevar calzado de caucho…
 
Recuerdo bien la tarde que estando con él en el coche y con una buena tormenta eléctrica sobre nuestras cabezas, hicimos cobarde romería por Cazalla, Constantina y de nuevo vuelta a El Pedroso. Tengo por seguro que hubiésemos cenado en Cantillana si la tarde no hubiese aclarado.
 
De niño presumía con mis amigos porque mi abuela tenía en su tejado un pararrayos “de los de tridente” y contaba con orgullo que el extremo de sus puntas era de platino, aunque no estaba muy convencido. Años más tarde leí que en los modelos antiguos de algunas de ellos o estaban bañados o eran de una aleación de este metal. Ya mayor también supe que el verdadero nombre de este modelo de pararrayos era “de punta captadora” o “tipo Franklin”. Me duele la tardanza de la llegada de esta información… ¡Lo que hubiera presumido yo!
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El de mi abuela allí sigue, desafiante sobre el caballete, mira a la plaza y parece que los años no pasan por él; de su base sale una gruesa maroma de cable oxidado que enhebrando unas bonitas piezas de hierro con alma de porcelana va recorriendo los tejados buscando el frescor del suelo de los patios.

​El que remataba el pináculo de la torre de la iglesia siempre ha estado de prestado, lo fijaron con bridas de hierro a la bonita cruz. Para que su cable de tierra no entorpeciese el trabajo a la veleta, le habían añadido un tercer brazo blasfemo que sostenía el arco del cable. Yo lo sé bien porque más de una vez subimos por la escalera de hierro que colgaba del interior del pináculo de la torre. Por su portezuela metálica accedíamos al estrecho alero de la torre donde, amparándose en uno de los remates cerámicos, anidaba la cigüeña.

 
En las Escuelas Nuevas había dos, uno a cada extremo del edificio, ambos de tridentes. Todos recordamos aquel recreo que Salvador Ayo trepó por la maroma hasta llegar a la base del pararrayos y al ver el revuelo y que los profesores le llamaban, corrió por toda la cornisa hasta el otro para hacer el camino de vuelta a mayor velocidad! Tras las reformas y adaptaciones de este bonito edificio, estos vetustos tridentes dejaron paso a otros más efectivos y seguros con dispositivo de cebado, pero mucho menos espectaculares.
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El de Las Alberquillas, también del tipo Franklin, lo instalaron los hermanos Latorre y tenía por misión proteger la casona, Don Félix se había dado cuenta que la malla metálica que remataba la pared del frontón atraía de forma peligrosa a las tormentas. Aunque la lógica era que cayesen los rayos en el cercano cableado del telesférico minero, no solía  ocurrir  esto  y  las  causantes  eran  las estructuras de madera sobre los pilares de cal y canto que hacían de aislante eléctrico.
 
POSTDATA
 
Aún no he terminado “Veletas y pararrayos” cuando queriéndome frenar, me saludan felizmente una veleta y un pararrayos ignorados.

Sobre el pináculo de una de las dos chimeneas del “Chalet Rosa” me pide malhumorada y con razón su inclusión en el relato de sus hermanas; disculpándome la fotografío y procedo:
Una  original y sencilla veleta representando a un pavo real es su motivo principal, está acompaña en su base por una jaulilla de volutas y la remata una punta contorsionada con adornos de vueltas. Tiene la particularidad que de sus cuatro puntos cardinales, aunque marcados, solo el norte merece su inicial. 
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Junto a “La Rolava”, y por debajo de la “Huerta Andrea” se construyó esta coqueta casita a finales de los 50.

​El emplazamiento de la casa está escogido por sus vistas y como toda novedad constructiva, llamó poderosamente la atención por su modernidad de formas; su escalera de piedras de granito en la entrada y su cancelín de hierro con arquillo de ladrillos. Por su muy comentado color rosa, pronto se le llamó “el Chalet Rosa“, aunque también los mayores le llamaron “el Chalet del Francés”.


Muy niños entrábamos nerviosos en aquella propiedad abandonada, su aspecto y la abundante vegetación nos atraía, nos llamaba la atención una piscinita cuadrada pegada al edificio que tenía en su fondo unas enormes resistencias eléctricas. Algo alejada de la casa, casi pegando a la alambrada, había una antigua alberca de ladrillo repleta de ranas y salamandras que se mantenía siempre llena por el constante hilillo de agua que caía de un caño de hierro oxidado.

De la pileta de su desagüe, invadida de juncos, salía  medio cegada una tarjea de ladrillos que llevaba en su día el agua a un huertecito con frutales bajo a la casa.

De sus propietarios poco se recuerda y eso en un pueblo como El Pedroso siempre ha gustado. En una fotografía amarillenta “El francés” y su mujer toman vermut con altramuces en el casino mientras sus tímidas hijas juegan en la plaza. La mayor de ellas “Lolín”, ya adolescente, comparte secretos con mi tía Conchita Sáez en los bancos de la Iglesia.

El pararrayos olvidado luce aún sobre el tejado de la nave principal de “los Lucas”, es de tridente (de la misma época y hechura que el de Las Alberquillas y el de la casa de mi abuela). ​
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Aunque en principio su objetivo era salvaguardar la maquinaria que albergaba este complejo pedroseño, casi cien años después sigue haciendo su trabajo y aún recoge alguna chispa que desnortada quizás  más busca los tricornios cercanos que la inexistente maquinaria de su interior. ​

PRÓXIMO:
HUERTAS.
Un entrañable relato que recorre las huertas ya perdidas de El Pedroso, desde el recuerdo de uno de sus más emblemáticos hortelanos y que José Mª Odriozola nos trae como notario fiel.

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PERULEROS.

8/6/2020

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Sevilla era a finales del XV la ciudad más poblada de España, por su situación geográfica privilegiada, puerto fluvial  muy cercano a los de Cádiz y Santa María, va a ser pieza clave en la apertura del Mediterráneo al Atlántico, la que llamarían ruta de poniente.
 
Los genoveses llegaron pronto, colaboraron en su reconquista junto al rey santo y obtuvieron privilegios, como cónsul, aranceles especiales y barrio propio con horno y baños.  Estaban prestos para lo que se estaba avecinando; llevaban dos siglos comerciando con todos los puertos conocidos y a la llegada del mil quinientos estaban preparados. Sería su siglo.
 
En el último tercio de mil cuatrocientos un marino genovés procedente de Portugal, vino a residir en Sevilla durante unos meses; se reunió con representantes de las casas comerciales genovesas, acudió con asiduidad a la antigua mezquita convertida en consulado, a las gradas de la catedral, al convento de San Francisco…
 
A los desconfiados armadores y banqueros no les convencía el proyecto que traía, pero algo más pondría en la balanza para que el florentino Juanotto Berardi al final arriesgase una importante suma, aplicando por supuesto unos jugosos intereses.
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Dos de estos hombres de negocios con los que se relacionó, se ganaron la confianza absoluta del futuro almirante: fueron Francesco Ribarol como guardador de sus libros, escrituras y privilegios y Rafael Cataño como su contador. Este último no lo haría mal, pues continuó en el cargo con su hijo Diego.
 
Aunque Colón jugó bien sus cartas, fue el converso valenciano Luís de Santángel, escribano de ración de la corona de Aragón, el que deshizo el nudo gordiano de la financiación de la empresa colombina al plantear la operación a  tres bandas:
 
Él asumiría la parte que correspondía a la corona, aunque sería su socio el sevillano Francesco Pinelli quién en realidad aportaría algo más de un millón de maravedíes. Dos naves y su flete se lograrían ejecutando una sentencia real que obligaba a la villa de Palos de la Frontera y  para financiar una tercera nave y el resto de los gastos ya se había acordado el préstamo con los banqueros genoveses afincados en Sevilla.
 
Se tienen noticias ciertas de las familias que participaron, los llamados procuratores et negotia fueron los Di Negro, Centurione, Spínola, Doria, Grimaldi, Cattaneo, Rivarolo y los Gherardi.
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Todas estas familias formaban un entramado de factores y armadores que con sede en Génova comerciaban con todos los puertos conocidos, cualquier proyecto mercantil que pudiese ser rentable, ya fuese madera, perlas, caña de azúcar, metales preciosos, especias o esclavos. Allí estaban ellos para hacer negocio; el adagio “Genuiensis ergo mercator” era más una declaración de intenciones que una definición.
 
Pedro nació en el seno de una de estas familias. Consiguió, pese a la azarosa vida que tuvo, llegar a la vejez, y si tenemos en cuenta los capitales que manejó, no muy rico. Su hermano Jorge, estaba considerado como uno de los comerciantes más ricos de Sevilla, tanto que en entre 1553 y 1558, sufrió la requisa de más de 10 millones de maravedís en oro de la flota de indias.
 
Tras estos atropellos regios, Jorge tuvo que arriesgar en sus negocios, pues a cambio de su oro, la corona le compensó con innegociables Juros y privilegios a muy bajo interés y más largo plazo.
 
La mala fortuna hizo que barcos con sus mercaderías que barloventeaban en las Bahamas no aguantaran el tornaviaje. Cinco años después, terminaron subastados sus bienes en la calle de las gradas, la que está junto a la catedral, allí donde tantas veces causaron admiración sus tratos por cantidades desorbitadas.
 
Estos y otros contratiempos trajeron mudanzas y muchos de estos mercaderes, barruntando cambios, comenzaron a mudar de estado; adquirieron huertas, sementeras, viñas y olivares en el Aljarafe y sierra Morena.
 
En la familia de Pedro, el espíritu mercantil se había debilitado antes: su padre Diego se castellanizó al casar con Guiomar Ponce de León y a su hijo le podía más su media sangre española, más propensa a las armas, que la otra media genovesa. Ayudaba y no poco el vivir en la ciudad por donde entraba y salía  toda la locura de la conquista americana.
 
Por el Arenal salían muchos aventureros y aunque volvían muy pocos, regresaban ricos y honrados; por allí desfiló Alonso de Ojeda a su vuelta con un séquito de indios desnudos y coloridos pájaros…contaban fabulosas historias de caníbales antillanos, de ejércitos de caribes flecheros con ponzoña. Y Pedro, casi un niño aún, soñaba con vivir esta aventura.
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Pocos años después el capitán extremeño Hernando de Soto con la bandera alzada junto a la Puerta Real, estaba reclutando gente para la Armada de Castilla del Oro, la flota de veinte naves que Pedrarías Dávila preparaba para la conquista de Panamá.
 
Pedro de Cataño y su primo Hernán Ponce de León intentaron unirse, pero su aspecto aniñado delataba sus edades. Sin amilanarse buscaron padrinos y así acudieron a su tío abuelo Francisco Cataño, financiador del primer viaje de Colón y también a Juan Ponce de León, paje de Fernando el Católico en la corte de Juan II, el que acompañó a Colón en el segundo viaje; y como no al Procurador Mayor de Sevilla Rodrigo Cataño. Pero las sensatas respuestas no gustaron a los dos adolescentes.
 
Viajaron a Lebrija buscando recomendaciones de sus familiares los Cataño de Aragón, los emparentados con la noble casa de Arcos e Incluso importunaron a Américo Vespucci, primer piloto en la Casa de Contratación, recordándole que su  muy cercano pariente, Marco, estaba casado en Florencia con la bella Simonetta Cattánneo, la guapa oficial de la familia y del Renacimiento. Tanto insistieron los primos Pedro y Hernán, que al final lograron ser admitidos en la flota como caballeros de la hueste de Soto.
 
Desde su llegada al puerto de Santa María de la Antigua del Darién combatieron los dos primos casi a diario bajo las órdenes de Soto; en Nicaragua conocieron a dos experimentados Pizarro y Almagro que ya apuntaban maneras.
 
Meses más tarde, necesitando Pizarro más gente en la conquista del reino del Birú, mandó a su socio Almagro para que negociase con Soto la recluta de una hueste, la que se llamaría la “Leva de Panamá”, para unirse como refuerzo a los combates que sostenía la cansada hueste de Pizarro a lo largo de la costa peruana. En ella aparece Pedro de Cataño como tropa de a caballo y también, se pierde la pista para siempre a su primo Hernán Ponce.
 
Desde la isla de la Puná, por los arenales de Sechura, Lambayeque, Silán, Chira hasta Piura no descansaron de batallar; subieron a la sierra por invitación del Inca pero al llegar a Cajamarca, vieron las montañas cercanas llenas de miles de guerreros. El Inca los había alejado de la costa y hábilmente los había atraído hasta una emboscada de imposible huida a muchas jornadas de la costa.
 
Al Inca le perdió querer capturar vivos a los españoles; estaba alucinado con los caballos y las armas metálicas, las quería a cualquier precio al igual que a algunos cristianos que castraría para su servicio. Los demás serían sacrificados exceptuando a tres con habilidades especiales: al herrero, al domador de las extrañas bestias y al brujo, que llamaban barbero, ese que sanaba dolores y rejuvenecía a los viejos quitándoles los pelos de la cara.
 
Garcilaso de la Vega nos cuenta que este Pedro de Cataño, junto a su capitán Hernando de Soto, fueron los primeros en salir a lomos de sus enloquecidos caballos en la plaza de Cajamarca, antes incluso que Pedro de Candía disparase el falconete, que era la señal convenida para que saliesen todos a una.


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Pedro aparece en el fabuloso reparto del tesoro, como integrante de las tropas de caballería, recibiendo trescientos sesenta y dos marcos de plata y ocho mil ochocientos ochenta pesos de oro.
 
Cuenta también este mismo autor que tras la captura del emperador, aun estando preso y con la suerte decidida, jugaba con la codicia de unos y otros. No contaba con las tensiones provocadas por la gente de Almagro y la inquina del cura Valverde que lo veía como un diablo incestuoso. Rumores interesados de que el general Calcuchima se encontraba cerca con tropas, precipitaron la salida de la caballería y con ella a sus únicos defensores: Hernando Pizarro y Soto.
 
Al Inca, durante su cautiverio, le gustaba conversar con ambos capitanes por ser los más cultos y a menudo se hacía acompañar por el paje Pedro Cataño con el que jugaba al ajedrez y al chito. Cataño, en ausencia de los dos Hernandos, había quedado con el encargo personal de Soto de responder con su vida de la seguridad del Inca. 
Al ver la inminencia del juicio y para ganar algo de tiempo, recurrió a un legalismo del derecho 

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castellano; hizo un requerimiento formal para evitar la muerte de Atahualpa.
El destinatario del requerimiento, como jefe de la hueste y gobernador, era Francisco Pizarro. Este acto se consideraba desacato e insubordinación, por las formas algo insolentes de un joven Cataño, ordenó Pizarro su inmediata detención y encarcelamiento. Cataño fue reducido, encadenado y recluido en prisión, al oponerse con sus armas.
 
Con Pedro preso, el requerimiento seguía manteniendo su valor judicial que imposibilitaba la sentencia. Para resolver el entuerto Almagro medió y Cataño volvió a negarse; solo cedió ante la promesa de Pizarro que respetaría la vida del emperador. Tras el juicio y al ser condenado el Inca a morir en la hoguera como infiel, intentó en vano Valverde su conversión y según las Crónicas al único que aceptó recibir cuando le fue comunicada la condena, fue a Cataño.


En sus últimas horas  el inca conversó con él sobre algunos puntos de la religión cristiana, especialmente se interesó en cómo enterraban a los cristianos. Poco antes de su ajusticiamiento pidió bautismo, no por miedo a una muerte cruel ni por adoptar la nueva religión, todo apunta a que fue una maniobra para que su malqui se conservase íntegro y así poder ser enterrado según sus ritos y vivir eternamente.
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A la vuelta de los escuadrones de Soto y Hernando Pizarro, le pidieron la libertad de Cataño al gobernador y le fue concedida. Pizarro disimuló la osadía por la juventud de su joven oficial de caballería, además de no poder desairar a sus dos mejores capitanes.
 
Al poco tiempo, Soto y su gente recibieron un escarmiento camino de Cuzco; en el áspero paso del  Apurimac, cerca de Tarma. La culpa fue de Soto, que con el ansia de llegar el primero y lograr un nuevo tesoro, apresuró en exceso la marcha descuidando la retaguardia. De estos combates le quedó el recuerdo de una cojera de por vida a Pedro. La culpable fue una saeta que le atravesó el muslo limpiamente y pasando la montura, hirió a su caballo.
 
Aquel día Almagro salvó a la mitad de la caballería castellana. Tras la conquista del Cuzco, Soto y su gente, hartos de tantas banderías y presintiendo las futuras guerras civiles entre los conquistadores, volvieron a España con sus bolsas cargadas de oro y plata y su mente puesta en una nueva conquista más al norte.
 
Recién llegado a España, en mil quinientos treinta y seis Hernando de Soto se casa en Sevilla con Isabel de Bobadilla, la hija de Pedrarías Dávila. En los fastuosos festejos un joven Pedro Cataño, famoso capitán de caballería y de cuantiosa fortuna, fue el galán más solicitado; la más guapa de todas, Catalina de Monsalve, fue la que le robó el corazón al conquistador.
 
A las pocas semanas Soto empeñó hasta el último maravedí de su fabulosa fortuna preparando la expedición para la conquista de la Florida; requirió a su buen amigo Pedro Cataño para la nueva aventura, pero esta vez Pedro no siguió a su capitán. De haberlo hecho seguro que descansaría junto a él en las profundidades del Gran Rio, que es como bautizaron los hombres de Soto al rio Misissipi.
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Pedro, quedó en Sevilla, retornó a la familia Cataño y a su oficio genovés, en su madurez  se dedicó de lleno al comercio con la América que había ayudado a conquistar, se enriqueció y también perdió como en aquella operación comercial, en la que con más nostalgia que espíritu mercantil, fue fiador de Pedro de Mendoza en su fracasada expedición al Rio de la plata. Le costó parte de su capital, y como años antes a su hermano, le fue puesta en subasta una casa que tenía en la colación de San Martin.
 
En la Sevilla de entonces fue todo un personaje; caballero veinticuatro, Jurado de la colación de San Juan de la Palma, tuvo la concesión real de las muy rentables almonedas del jabón; no había acto importante en el que no se hallase.
 
El emperador le honró con un escudo de armas, tuvo hijos… Al envejecer, quizá con algunas cosillas pendientes para el eterno descanso de su alma, se hizo beatón, ayudó a menesterosos y fundó, junto a su familia materna, una capellanía con la que financió los gastos de un bonito retablo, que aguantó varios siglos hasta que guerras civiles, franceses, desamortizaciones y sacristanes sacrílegos lo menguaron hasta su total desaparición.
 
En los archivos  Arzobispales  aún se conserva el documento, primorosamente cosido con hilos de seda coloreados de su capellanía y en lenguaje de la época nos recuerda los compromisos de donaciones de arrobas de aceite para las lámparas, de libras de cera para velas, de responsos eternos y misas cantadas.
 
Dando vista al Arenal y sentados en unos sillares, que seguían esperando su colocación, conversaban dos hombres cargados de años; el más delgado, leía apasionadamente y pasaba torpemente las hojas.
 
-“En nombre de Dios amén. Muy magníficos Señores, yo soy Pedro de Cataño y Ponce de León, hidalgo español, capitán de a caballo de su majestad Carlos I, emperador del mundo. Uní mi suerte al capitán Don Hernando de Soto en la conquista del Birú. Escribo estas líneas para descarga de mi conciencia y para que no se olviden aquellos hechos donde muy pocos pudimos mucho. Servimos a Dios y a nuestro Rey y aunque  fuimos codiciosos, lo fuimos de honra, que el oro solo fue nuestro estímulo…”
 
Pedro de Halcón, el destinatario de la perorata, le miraba con socarronería; este cazallero era el único que quedaba vivo de los de la isla del Gallo, de aquellos que prefirieron el hambre a desistir de su proyecto.
 
-“Nunca cambiarás Cataño, todo aquello pasó y la historia la escriben plumas a sueldo de los Pizarro, que con el oro todo se compra. Descansa y dedícate a ver crecer a tus nietos”.
 
Halcón recordaba emocionado como su general arengó a los hambrientos españoles aquel día: “Por este lado se va a Panamá a ser pobres, por este otro al Perú a ser ricos; escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere”…recordaba como la punta de su espada marcó una línea en la arena de la playa y en el destino de tantos hombres y donde le oyeron decir aquello que tanto repetiría Pizarro en los momentos difíciles: “no olvidéis que sois españoles”.
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“Te digo en verdad, Cataño, que todos queríamos volver a Panamá. Estábamos hartos de comer cueros de botas y las cabalgaduras; soñábamos con las tortas de maíz y las mujeres.
 
En aquella desierta isla y con los barcos esperando en la playa, fue muy duro, tanto que solo trece fuimos los locos que nos atrevimos. Allí nos quedamos a luchar junto a Pizarro y también a pasar más hambre en la cercana isla de La Gorgona. Después vendría el oro, los reconocimientos, nos llamaron "los trece de la fama" a unos los hicieron hidalgos y a los que ya lo eran, caballeros de la espuela dorada…
 
Después llegasteis vosotros, los de Soto; ¡qué bien combatimos juntos!, sufrimos hambre y sed en los arenales, pero les enseñamos quienes éramos y a temernos, también pasamos miedo como nunca creímos que lo pudiese pasar un español.
 
-¿Te acuerdas de la larga noche de San Eugenio en Cajamarca? Pero a cambio, Cataño, ¡Como nos impresionó la inmensidad de aquel reino y las riquezas sin fin!.
No debimos volver. ¿”No te preguntas algunas noches cómo hubiese sido todo si nos hubiésemos quedado”?
 
Bastantes siglos después, en unas obras realizadas en la sevillana Iglesia de San Vicente, aparecieron entre los escombros varios trozos de deslucido mármol blanco; en ellos se leía una fecha incompleta bajo lo que parecía un escudo en desgastados caracteres y algunas partes de un nombre:
 
El nombre era Pedro de Cataño y Ponce de León y el escudo de armas era el mismo que lucía en el sello de oro indiano; aquel que ya viejo procuraba mostrar en su dedo meñique. La fecha, probablemente, mil quinientos noventa y poco.
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De todo esto ya no queda ni el recuerdo, todo parecería fábula si no fuese por unos desgastados legajos que se custodian en el Archivo General de Indias; uno de ellos es la relación escrita por Pedro de Cataño de los hechos acontecidos en Cajamarca (al final no le hizo caso a su buen amigo Halcón) y el otro es una Real Provisión firmada por la emperatriz Isabel de Portugal concediendo a Pedro de Cataño lo que más estimó en vida: su escudo de armas.

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OLIVAR DE MIS OLIVARES. 2ª parte

6/6/2020

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De los Cattaneo genoveses a los Cataño pedroseños.
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Y por aquí viene la cosa. Los Cattaneo o Cataño, una de estas prolíficas familias genovesas afincadas en el sur de la península, se habían asentado en estas tierras tras la reconquista. Pronto adquirieron predios rústicos que pusieron en producción en Sevilla y Jerez al principio y posteriormente en las poblaciones cercanas. En los archivos de protocolos se conserva abundante documentación de los actos jurídicos de estos genoveses que al igual que sus nombres y apellidos, se castellanizaban con el paso del tiempo.

En Jerez, fue Jacoppo Cattáneo, en el Puerto de Santa María los hermanos Visconte y Leonardo Cattáneo; en Sanlúcar y Lebrija son varias generaciones de los Cataño de Aragón entre los que destacaban los hermanos Lorenzo, Francisco y Cristóbal. Aguas arriba, Pedro Cataño Alonso aparece como propietario de olivares en Benacazón y en Palomares Diego Cataño llegó a ser un rico hacendado de viñas y olivar.

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Fernando Cataño, para logar la canongía de una capilla en la catedral de Sevilla en 1478, tuvo que aportar una heredad familiar en el pueblo de Camas consistente en “casa principal con su cortinal e con sus palacios e corral e molino de moler aceite nuevo con sus aparejos e mas ciento e veynte aranzadas de olivar, poco más o menos, e con ciertas otras tierras calmas”. Curiosamente, esta misma capilla de San Antonio, se nombraba hasta bien entrado el siglo XVIII como “Capilla de los Cataños”.
En Mil quinientos, el muy poderoso jurado y Procurador Mayor de Sevilla Rodrigo Cataño tuvo en Mairenilla abundantes “tierras de olivar de pan sembrar y viña”. Muchos de los nombres de estos pagos aún se conservan: “Buenavista”, “Albenquilla”, “El Mármol”, “La Longueruela”, “El Valverdejo”, “La Catona”, “La Muleta”, “Bienvenida”… Estas suertes de tierra, al igual que su hacienda y molino la heredaron su hijo Rodrigo Cataño y posteriormente su nieto Jorge que complementó el negocio con una nao de nombre “Santa Catalina” con la que mercaba sus productos agrícolas.  

A mediados de mil quinientos constan en la población de Aznalcázar Francisco, Jorge y Juan Cataño Ponce de León como propietarios de haciendas de olivar. En Camas, a orillas del Guadalquivir, los Mendoza Cataño serían los que cultivarían sus magníficas tierras de regadío.

El muy poderoso comerciante Diego Cataño tuvo a finales del S XVI propiedades agrícolas en Lora del Río, Guadajoz y Palma del Rio. Y para no cansar diremos que en Alcalá del Rio también tuvieron miembros de esta familia ricas tierras; y prueba de ello es que aún se conserva el nombre de un antiguo pago de regadío cercano al río: “…e el donadío e tierras que dicen de Cataño, que es donadío cerrado. El cual es el término de la ciudad de Sevilla e alcanza término de Alcalá del Río”.


El negocio con las nuevas tierras descubiertas era mucho y los altos precios de las tierras hicieron que varias ramas familiares de estos genoveses (y entre ellos los Cataño) volviesen sus ojos a una zona más alejada: la aislada Sierra Morena.
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En los embarcaderos de Palma del Rio se cargaban las barcazas que bajaban hasta el puerto de Sevilla. Ya en mil quinientos Diego Cataño aparece como Regidor del Hospital de San Sebastián y como dueño de una casa con hornos y baño en La Puebla de los Infantes. 
Pronto llegarán hasta Constantina y será a finales de mil quinientos. Juan Cataño de Carranza y su mujer, Beatriz de Cabrera y Abreu tendrán a su primera hija, María de Cataño y Carranza ya en Constantina. 
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Allí vivieron sus cuatro generaciones posteriores, dedicadas a la agricultura olivarera y vinícola y a su comercio hasta mediados del siglo XVIII. Es con la Ilustración cuando llega un nuevo impulso al olivar y al viñedo; con esta bonanza económica se roturarán nuevos terrenos para su implantación.

En mil setecientos cuarenta y cuatro, procedente de Constantina, llega a El Pedroso un tataranieto de María  Cataño Carranza, se llamaba Timoteo Cataño.  Al poco se casó con la pedroseña Ana del Real y Ponce; sabemos por su testamento que adquirió propiedades rústicas, entre ellas “La Argamasilla”, que los documentos de la época la describen como una suerte de olivar. 

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Prolíficos como buenos descendientes de genoveses sabemos que vinieron otros
muchos y por nuestro árbol genealógico conocemos a su hijo Manuel Sancho, a su nieto Antonio, a su biznieto Eduardo, a los primos que se casaron Loreto y Antonio María, a Dolores y a mi abuela Marta Ruiz Cataño.
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Todos ellos se dedicaron a la tierra, principalmente al olivar y al ganado; aunque
se ha perdido muchísima documentación, intentamos reconstruir sus vidas a través de la poca información a la que podemos acceder. Aunque conocemos su triste fin, desconocemos el momento y las circunstancias en las que la antigua huerta de
los cartujos pasó a llamarse “Huerta Cataño”. Sabemos que la mitad de sus tierras estaban dedicadas a labor y se conservan casi sin variación. La otra mitad, (separada por el “Arroyo Hondo” que nacía en la "Alcalagua" y que daba agua a la alberca redonda), era toda de olivares y es posible que tuviese por linde

el arroyo del Cuquillo; aunque es difícil recomponerla.
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De esta idealizada Huerta Cataño conservamos algunas fotos: “Papa Antonio” ya
anciano leyendo un ejemplar atrasado de La Gaceta de Madrid en un modesto saloncito de azulejos sevillanos y lámpara modernista.
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En otra está sentado en un banco de porrilla en uno de los idílicos paseos abrumado de palmeras y abundante vegetación de la Huerta. De su mujer, “Mamá Loreto” solo
conservamos un retrato suyo, ya anciana y viuda que nos sigue contemplando con
tristeza
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Otras muy buenas y alegres como aquellas en el patio de la buganvilia con los hermanos Latorre y aquel estrafalario ingeniero chino o la más conocida de mi bisabuelo Eduardo con sus hijas y su sobrina con canotier y ellas, niñas aún, con sombrillas de señoritas. ​
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Desgraciadamente se han perdido muchas otras de las visitas de los Gallos y su madre “La Gabriela”, de José Guerra, de las reuniones de la numerosa familia y otras de las que no tenemos noticia…, aun conservamos una postal de los toreros Curro y Reyes Posadas desde Suiza mandándoles muchos recuerdos a las señoritas Ruiz Cataño.
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Varios pedregales con abundantes palmitos dieron nombre a estos terrenos ganados al monte en las faldas de Monteagudo. Este pago de “Palmilla”, se desmontó en magníficos garrotales hasta el mismo molino de abajo. En su centro, de profundo suelo y abundante agua, se labraron casa, noria y alberca hace muchos años, aún siguen en pie y aún se sigue llamando “Huerta del Granadal”.
Varias ramas de la familia pusieron allí sus ojos y mantuvieron durante generaciones sus olivares en esta zona privilegiada donde la vecería tenía fama de ser generosa. ​
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Estos Cataño y sus muchos descendientes tuvieron también numerosos olivares, en otros pagos más cercanos: el de los Cercos, el del
Patronato y el del Castaño, aunque quizá el mejor olivar que disfrutaron y que en su día consideraron la joya de la familia fue “Quintanilla la alta”.

Esta finca, a caballo entre los términos de Cazalla y El Pedroso, tuvo en su día algo más de doscientas cincuenta aranzadas de buen olivar; en la documentación antigua aparece como “suerte de olivar al sitio de Quintanilla Alta”. La alegraban varias cañadas frescas con arroyos como el del Galeón, sombreados de olmos y siempre abundante de ruiseñores y oropéndolas o la cañada del abuelo, más
escasa de agua y arboleda, pero preferida de perdices y liebres.
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A pesar de los muchos años de abandono y dueños compartidos, se sigue enseñoreando su cortijo, aunque ocultando con vergüenza sus derrumbes y goteras tras un cerco de alcornoques y encinas. Llegamos a él dejando el Azulaque por un estrecho camino entre alcornoques que parece pasar revista
militar a los bien alineados olivares, tras un recodo y sobre una inmensa era nos
aparece en un alto.

Es un cortijo viejo y parece saberlo, la escasa altura de su tejado a dos aguas y sus escasas ventanas la defienden de los vientos invernales y de los calores estivales. La puerta, orientada a medio día y su inmensa chimenea nos cuentan que siempre fue un cortijo fresco en verano, pero frío en invierno. A escasos metros del cortijo estaba la desaparecida casa del mulero, pequeña y confortable con su buen establo cubierto pareado a un lado y un gran corralón de cercado de piedra en el que había sitio para un pequeño huerto junto a la pocilga y a la
corraleta para las cabras.

Los descendientes de esta familia son muchos y con solo arañar un poco la superficie aparecen muchos recuerdos, documentos, fotos, la memoria familiar olvidada… Se ha perdido mucho, pero se puede recuperar algo y así mientras tanto podemos imaginar a Eduardo Cataño Marín, sentado bajo la buganvilla de la Huerta junto a su mujer Dolores Alejos disfrutando de aquella tarde de primavera mientras le enseña orgulloso a su primo Antonio el libreto del Concejo Provincial de Agricultura, Industria y Comercio de la Provincia de Sevilla.

No era para menos pues, aunque la imprenta “El Mercantil Sevillano” la había mandado por correo certificado en aquel mes de abril de 1885, hacía ya algunos años que sus vacas retintas lucían en el anca izquierda la “C” de su hierro antes que ningún otro. 
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Eduardo había tenido que gastarse treinta duros de plata entre abogados, procuradores y desplazamientos primero al juzgado de Cazalla de la Sierra y posteriormente al de Sevilla para que le reconociesen la legitimidad de su hierro por tener mayor antigüedad.
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Su molesto paisano Cayetano Cabrera, tendría que herrar a partir de ahora con el
hierro de la B; hierro que por cierto siempre usó su padre Bernardo y que por molestar no había querido usar él. Al tacaño Eduardo Cataño le había dolido desprenderse de los “patilludos”, pero ahora disfrutaba del momento y si cuajaba el esquimo de Quintanilla como Dios manda, la primavera remataba bien las yerbas de Navalázaro y las hembras de La Jarosa parían…
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OLIVARES DE MIS OLIVARES. 1ª parte

6/6/2020

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De Roma llegaron el Patronato y Quintanilla a El Pedroso y desde Génova otros vendrán...

En la antigua Roma la colonización no solo fue un medio para proveer tierras a las clases desfavorecidas; este sistema premiaba con tierras a sus soldados veteranos asegurando de paso las posiciones militares en los rincones de su imperio. El proceso de fundación, cargado de solemnidad, estaba presidido por tres miembros que continuaban después como patroni. Patrono se le llamaba también al que había dado libertad a un esclavo, que pasaba a tener sobre él derecho de patronato.
En el sur de Hispania, estas colonias tenían como función principal aprovisionar de harina, aceite y vino a las villas más cercanas. Los nuevos colonos aportaban al estado unos tributos anuales llamados vectigales, que suponían la quinta parte de los frutos  obtenidos; en los que se incluían también las crías de los animales domésticos. 
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Con el paso del tiempo el término “quinta” pasó a definir al predio rústico donde se cultivaba y siglos más tarde, se denominarían quintas a las fracciones de terreno que los adelantados (como representantes de la corona), adjudicaban a los nuevos vecinos a los que se les llamó quinteros.
Es probable que los olivares más antiguos del término se encuentren en las faldas de los cerros San Cristóbal y La Lima. Por el antiguo camino de los Agustinos, a algo más de una legua de El Pedroso existen dos pagos limítrofes que llevan por curiosos nombres “El Patronato” y “Quintanilla”. Su orientación al mediodía y el frescor de su subsuelo, compensan la escasa calidad de sus tierras. Sus viejos olivos nos distraen ocultando su historia, aunque de vez en cuando, de entre sus raíces se escapan algunos restos de cerámica que nos dan algunas pistas…
En la linde entre ambos pagos, muy cerca de la desaparecida Fuente del Tilo, tuvo mi padre un pequeño olivar que trasformó con frutales hace más de cincuenta años. Aquel enclave que aún lleva por nombre el Valle del Nogal, escondía en sus entrañas algo más que buena tierra y un pequeño afloramiento de agua.
Que fue un asentamiento habitado desde muy antiguo dan cumplida muestra las piezas paleolíticas que encontró mi padre allí. Una tarde, laboreando con el pequeño tractor frutero levantó casualmente unas lascas de pizarras alineadas y bajo ellas, hecha añicos, los restos de una pequeña vasija de barro mal cocido.; recuerdo, aunque era muy niño, cómo, a medida que mis padres pegaban sus trozos, nos contaban su historia; nuestra propia historia. Aunque de material tosco, aquella jarrita panzuda de elegantes asas nos hablaba de sus claras influencias ibero-romanas, visigodas e islámicas, todo un crisol cultural.

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Algunos siglos después, en el siglo XIII, los genoveses, participaron junto a San Fernando en la reconquista cristiana y por ello lograron exenciones aduaneras y un amparo especial para exportar aceite, vino, cereales y metales (especialmente para el mercurio procedente de Almadén). Con su buen hacer consiguieron que posteriores reyes les mantuvieran sus privilegios y como buenos mercaderes ​
mediterráneos supieron aprovechar el potencial del puerto de Sevilla que había pasado a ser nudo de las tres vías marítimas conocidas: la mediterránea, la del mar del norte y ahora la atlántica.
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El descubrimiento de América revolucionó el comercio modificando sus rutas tradicionales. El importante comercio de aceite y vino con las Indias consolidó la importancia que ya tenían olivares y viñedos en las tierras del Reino de Sevilla.  Se plantaron garrotales y majuelos y junto a ellos se edificaron multitud de pequeños ingenios para extraer aceite y vino. Aún quedan en pié, ya sin vida y destinados a otros usos, algunos de aquellos lagares y almazaras. Aunque sus gruesos muros siguen guardando los restos de sus ingenios mecánicos y sus tinajas empotradas, el tiempo les ha hecho perder parte de su alma y ya no huelen ni a orujo ni a mosto.

A mediados del siglo XV los comerciantes genoveses afincados en Sevilla habían logrado acaparar casi en exclusividad el comercio del aceite de oliva y los no menos importantes subproductos que se destinaban a la fabricación del jabón. Así aparece documentación de fechas cercanas al mil quinientos diez en la que Leonardo Cataño consta como arrendador de las almonas de jabonería y pesca de sábalos de la ciudad de Sevilla.

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Jugaban con ventaja al contar con la inestimable ayuda de sus barcos, que comerciaban con todo el mundo conocido. Era común verlos en los puertos de Génova, Amberes, Róterdam, Hamburgo, Londres y  Quíos; de donde las naves genovesas hacían el tornaviaje cargadas de la apreciada almáciga isleña.

Los beneficios comerciales aguzaron ingenios e hicieron que muchas tierras de labor de ambas márgenes del Guadalquivir se transformasen en poco tiempo en rentables olivares y viñedos. Los terrenos multiplicaron su valor, muy especialmente La Vega y el Aljarafe sevillano. Las tierras cercanas al rio, aquellas donde se podía con poco esfuerzo embarcar las mercancías (y de paso burlar a los funcionarios de la Casa de Contratación), alcanzaron valores impensables hasta entonces.


En 1675 decía Jacques Savary en su obra El comerciante perfecto: “Si hay un lugar en el globo donde se vislumbre alguna posibilidad de ganancia, podéis estar seguros de encontrar allí a un genovés”. Para no desmentirle existe constancia documental que durante los siglos XV, XVI, XVII y XVIII aparecen en los padrones de poblaciones cercanas al rio Guadalquivir multitud de familias genovesas que además de dedicarse al comercio, adquirieron predios dedicados a la producción agrícola y así aparecen apellidos como Pinelo, Grimaldi, Spínola, Sopranis, Di Negro, Verde y Cattaneo.

Y por aquí viene la cosa. Los Cattaneo o Cataño, una de estas prolíficas familias
genovesas afincadas en el sur de la península...
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De los Cattaneo genoveses a los Cataño pedroseños.
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MARÍA FRANCISCA. 3ª parte.

23/5/2020

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​"...El Sr. Albert Weyer salió de esta casa de la misma forma que entró..."

El abuelo José y su tío abuelo Isidoro estaban siempre trabajando. Su empresa se llamaba “Mines et minerais” y exigía que viajasen constantemente. A menudo visitaban a su tío abuelo Bernardo que tenía una empresa en Amberes que se llamaba “Bodegas y exportaciones de vinos finos”. Cuando ella tuvo más edad, su madre, le contó que su tío Bernardo era el más cualificado de los tres. Políglota y hombre de mundo, hacía negocios en toda Europa. Emprendedor nato, siempre tenía en mente proyectos originales como aquel para importar ganado Frisón que diese leche de calidad en España.
 
Su abuelo José era inquieto y emprendedor, aunque la gota le había agriado el carácter y le había vuelto malhumorado y protestón. Seguía siendo el alma de la empresa minera. Siempre andaba buscando negocios, como aquel extraño producto de su invención que además de curar la glosopeda del ganado combatía eficazmente la langosta y otras plagas de la agricultura.
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​Comerciante de raza, fue él el que acordó los más que cómodos alquileres con Antonio Ruiz, dueño de Navalázaro, (donde estaba la muy rentable mina San Manuel), con Virtudes Raigada, dueña del pinar de Ruiz, (en la falda del cerro San Cristóbal), con Carlos Arnaud para los terrenos de “El Fontanal”, con Antonio Merchán Silva para sus muchas minas en Cazalla de la Sierra.
 
El tío Isidoro poseía una extraordinaria habilidad para resolver  entuertos. Las continuas  fricciones con “Fabrica del Pedroso” (Compañía de Minas y Fábrica de Hierros y Aceros del Pedroso) requerían constantemente su habilidad ya que las minas Londres y Colosal estaban en sus terrenos. Él negociaba también los pagos por la arboleda que se tenía que apear en las inmediaciones de las minas. Igual estaba acordando el precio de unos árboles en una taberna de El Pedroso que negociaba una partida de vino en el hotel Continental de Berlín o trataba la compra de un barco de sacos de yute en el Majestic de Casablanca.
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Recuerda María Francisca como la abuela Francisca regía la casa con mano firme acompañada por mamá y las tías Amparo y Josefina. Elisa era el ojito derecho de su padre, y tras mi llegada, el abuelo José dejó de disimular. Mamá era de las tres hermanas, la más capacitada para los negocios. Fue una adelantada; en 1920, pocas mujeres al cumplir los veinte años, se sacaban el carnet de conducir. Siendo aún muy niña le encantaba viajar con su padre y le acompañó  muchas veces visitando a clientes en Francia, Italia, Bélgica, Holanda, Alemania, Inglaterra y Polonia. Desde muy joven ayudaba a su padre en la empresa.

Terminada la guerra mundial, se complicó la situación en Europa, la ocupación franco-belga de la cuenca del Ruhr aceleró la cancelación de pedidos de la Krupp y los altos hornos de Glasgow no daban señales de vida. A la industria y a las finanzas le pasaba lo mismo que a muchos altos hornos, se estaban apagando y las ventas de mineral habían caído a niveles preocupantes.
 
José Guerra y su hija viajaron a Europa, nada hubo de placer y tan justa estaba la cosa que para poder costear los gastos, tuvieron que venderle a la Krupp su casa de la calle de la estación. Aunque antes firmó Elisa un contrato  de arrendamiento de con Albert Weyer, que en aquel momento era mandatario de la Compañía Minera Andalucía.
 
Tras el repentino fallecimiento de su padre José a mediados de los 30, el timón de la empresa quedó en sus manos y junto a sus hermanas Amparo y Josefina gestionó los negocios familiares desde su casa de la calle de la estación que había conseguido recuperar. Todos sabían que Elisa sería la continuadora al frente de los negocios familiares. Adelantada a su tiempo, inteligente y con visión comercial. Se trasladaba a menudo a Europa y en 1937 lo hizo a Estados Unidos, para intentar llegar a un acuerdo con la gran empresa “Serrenita Mining Company”, pero no fue posible.
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Siempre, le gustaba volver a su pueblo y a sus amigos. Algunas tardes paseaba hasta “Las Alberquillas”, acompañando a  Claudia Ruiz para interesarse por la salud de Pablo Latorre, el amor imposible de su amiga; juntas también estuvieron en su entierro. La más joven de las tres hermanas “Finita” era de naturaleza enfermiza y siempre estuvo sobreprotegida por sus padres. Vivió apegada al cálido ambiente familiar con la constante atención de sus hermanas.

Aunque la magnífica mina “San Manuel” no dio señales de agotamiento, el precio de los minerales bajó hasta niveles impensables. Con altibajos siguió explotándose la mina hasta 1955 y Elisa, cansada, negoció un buen acuerdo con la empresa “Explotaciones de Minas y Canteras” que la gestionó hasta su cierre definitivo a finales de los sesenta.
 
Le contaba a su hija María Francisca que su hermana mayor, Amparo lo tenía todo, pero su forma de ser jugó en su contra. Culta y con una belleza arrebatadora se convirtió en una femme fatale que  manejaba a su antojo los hombres. Ya mayor, le confesó Amparo a su hermana que se había equivocado al no tomar en serio a Albert Weyer cuando le declaró su amor en 1918.

Disfrutó de una privilegiada posición y tenía ingresos suficientes para no privarse de caprichos.Le gustaba esquiar, los automóviles y montar a caballo; aún conservamos su montura de amazonas. Frecuentó balnearios como los de Badem Badem y La Toja; los mejores hoteles de Europa la tuvieron como cliente y en sus constantes viajes a Sevilla siempre tenía reservada una suite de la  última planta del Majestic.
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Le gustaba viajar y no quería compromisos que la atasen. Entre sus pertenencias llama la atención la cantidad de diccionarios de bolsillo de francés, inglés, alemán e italiano. Recorrió Europa y desde sus capitales envió postales: Hamburgo, Godesberg, Berlín, Zurich, Lieja... Entre sus muchas fotos hay varias en las que aparece en Suiza, sentada en la nieve con amigos.
 
Albert aguantó varios años por amor, pero el teutón se hartó del exceso de personalidad y de sus devaneos poniendo fin a aquello en 1921. Le dejó parte de su corazón y algunas fotos personales; entre ellas hay varias curiosas como las fotos del interior del antiguo Reichtag alemán antes del incendio que lo calcinó en 1933. El abuelo José, desilusionado, pero comprendiendo las circunstancias y la fuerte personalidad de su hija, escribiría a su amigo Zimmerman, (compañero de Alfred en la Krupp): “El Sr Weyer salió de esta casa de la misma forma que entró, llevándose todo cuanto de su propiedad tenía aquí”.
 
En 1937 Amparo viajó a Estados Unidos en el lujoso transatlántico Rex y durante una temporada se hospedó en el Hotel Albert Kingston en la quinta avenida de Nueva York. Acudió a musicales en Broadway y le presentaron a las estrellas del momento, entre otros a Cary Grant, que según contaba ella en su diario, se quedó prendado de su mirada…
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Albert volvió a Alemania se casó tuvo dos hijos y siguió trabajando, como siempre, para la casa Krupp. Muchos años después supimos con tristeza que murió junto a su mujer y sus tres hijos en el bombardeo inglés de Duisburgo de 1943 que arrasó la ciudad.
 
Albert Weyer fue un buen profesional, procedente de la zona más avanzada en minería del mundo, se supo adaptar a las condiciones de Sierra Morena e intentó en la medida de sus posibilidades modernizar las arcaicas explotaciones mineras. Logró el abandono del antiguo y peligroso sistema de zorras de madera en las galerías y su sustitución por las vagonetas Orenstein and Koopel de 1 tonelada y descarga lateral sobre railes mineros.
 
Suyo fue también el proyecto de reestructuración y aprovechamiento del descargadero de mineral para las minas de “Monte Agudo” en el ferrocarril Sevilla-Zafra que las hizo rentables y alargó su vida útil. (Aún hoy se puede ver la potente obra rematada con magníficos sillares de granito). Impulsó adelantos técnicos como la instalación de modernas bombas para extraer agua de la Mina San Manuel que amenazaba constantemente con inundarse.
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Es probable que si José Guerra le hubiese hecho caso y hubiese adquirido el camión belga Pokorny de 4 toneladas de trasporte de mineral, habría solucionado el agobiante encarecimiento de los portes de tracción animal que lastraban su  empresa.
 
Nadie quedaba ya de los protagonistas y todo aquel mundo minero que tanta vida generó parecería que nunca existió si no quedasen sus cicatrices en la tierra… 
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María Francisca se asombraba de la nitidez de su memoria. En su vejez, con los ojos húmedos, remiraba los álbumes de fotos rememorando su feliz infancia en la casa de El Pedroso. Sabía que no volvería porque era precisamente allí, entre tantos recuerdos, donde notaba más la ausencia de tantos seres queridos. No supo qué hacer y aun sabiendo que se equivocaba, vendió su casa tan llena de recuerdos como su corazón.
 
Nunca supo que en la residencia donde la atendieron con cariño en sus últimos años, tampoco supieron que hacer con sus escasos objetos de  valor y sus álbumes de fotografías. Todos ellos tuvieron el mismo triste final que su casa.

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MARÍA FRANCISACA. 2ª parte.

20/5/2020

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Goteras en la casa de los Guerra.

Las exportaciones de la empresa Latorre habían decaído hasta niveles preocupantes, el grupo de minas “la Lima” daba señales de agotamiento en las vetas de calidad y el hundimiento de su carguero por un submarino alemán les había supuesto un gran quebranto económico. Aunque seguían extrayendo mineral, los hermanos se habían volcado en un ambicioso proyecto formando parte importante del accionariado de la futura planta de altos hornos junto al  trazado del ferrocarril MZA Sevilla-Zafra en las proximidades de El Pedroso.
 
Auspiciado desde las más altas esferas de Madrid y con la colaboración entusiasta del ejército, el ambiente político enrarecido presagiaba cambios políticos que serían funestos para el futuro industrial de la zona y especialmente para los hermanos Latorre.
 
No ocurría lo mismo con la empresa de la familia Guerra Sevillano, catalanes peculiares, habían logrado mantener a flote sus negocios. Complementaban la explotación minera con cualquier operación comercial que les reportase beneficios y así el hierro compartía cartera con vinos, bocoyes, duelas, y cereales. Su buque insignia, la “Mina San Manuel”, contaba en aquellos años con unas inmensas reservas de hierro magnético de gran pureza. Acrecentaba el valor de este yacimiento el encontrarse a escasos mil metros del apartadero del ferrocarril Sevilla-Mérida.
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Elisa Guerra había nacido un año antes de la llegada del nuevo siglo y vivía con su hija María Francisca en Barcelona. Toda su vida había sido una mujer con carácter, pero los fantasmas de sus recuerdos podían mucho, hasta última hora se resistió a tomar una decisión con respecto a su casa de El Pedroso. Poco antes de morir le hizo prometer a su hija que arreglaría el problema. Su hija María Francisca recordaba los felices momentos vividos en la casa de El Pedroso.
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Le parecía increíble que fuese ella la única que quedaba de la familia Guerra. Recordaba los buenos momentos vividos con los abuelos José y Francisca, los tíos abuelos Bernardo e Isidoro y las tías Amparo y Josefina…

​La casa de la calle de la Estación, se había convertido en un problema y le comenzó a pesar de forma agobiante; el volumen de cosas que había en su interior le cansaba. Los recuerdos le impedían tomar alguna decisión y al igual que su madre dejó pasar el tiempo…Su tranquilidad residía en una llamada telefónica cada muchos meses de sus fieles caseros con la novedad de algún nuevo desconchado o la compra de más baldes para las nuevas goteras de la planta de arriba.

 
En el pequeño pueblo el celo monástico con que el “Emilito el zapatero” y su mujer guardaban la casa y sus pertenencias de las miradas indiscretas no hizo más que multiplicar las fantasías. Aun así, quienes entrarían muchos años después no quedarían decepcionados…“La Casa de los Guerra” fue la única vivienda en El Pedroso que verdaderamente tuvo el lujo y las comodidades que la efímera riqueza minera generó en El Pedroso. ​
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Un gran estruendo despertó a Emilito y a Carmelita aquella noche cerrada en agua. Asustados, comprendieron como las muchas goteras habían hecho que el suelo del dormitorio principal, en la planta de arriba, habían hecho ceder el suelo de arriba sobre el cuarto de la costura en la planta baja.
 
Casi no había amanecido cuando llamaron a su patrona Doña María Francisca, que medio dormida y mientras le detallaban los daños, recordó la llamada que hacía algunos meses había recibido de un constructor interesado por la casa. Decidida habló con él y acordó un precio por el edificio y todo su contenido, con el solo compromiso formal de destruir todos los documentos personales.
 
Aquel día, perpleja, supo que no era la casa lo que más le interesaba al constructor; que lo que verdaderamente le atraía a ese hombre era el autopiano de Amparo. Rafaela cosía para la casa y su hijo, ahora hombre y dedicado a la construcción, la acompañaba todos los días hasta la puerta. El sonido del piano mecánico le acompañó muchos años y se prometió que algún día se lo regalaría a su madre…
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Aunque ya todo estaba hecho, María Francisca seguía intranquila. Se convenció que llevaba años evitando lo inevitable y pensó en su descanso al dejar resuelto el problema. Aun así, el corazón podía mucho y aquella noche, al cerrar los ojos, no pudo evitar recorrer su casa por última vez…
 
Tras la puerta de entrada había un pequeño zaguán con un paragüero con espejo. Una puerta acristalada lo cerraba y sobre ella, tallado en la madera del sobrearco, una escena de angelitos soplando a las nubes te saludaba. Al entrar a la izquierda, una puerta daba acceso al despacho del abuelo, recuerda en él a su tío Isidro y a su padre consultando mapas y documentos en la mesa bajo enorme flexo metálico.
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Enfrente estaba el bonito bureau de roble, algunas veces cogíamos sin que nadie nos viese los folios y cuartillas con el membrete de la empresa del abuelo. Un estuche de terciopelo grande y plano guardaba los compases, también había cajas de lápices de colores y otras con plumines. Uno de los cajones estaba manchado de tinta azul, la tía Josefina había derramado un bote Pelikan.
 
En un lateral de la habitación estaba el autopiano López  y Griffo que papá trajo para la convalecencia de Amparo. Sobre él, en una caja alargada verde, se guardaban las pistas de música. Las tiras de papel perforadas se estropeaban a menudo y papá las arreglaba con papel cebolla. Aunque a mamá le costaba alcanzar la destreza natural de sus hermanas, el abuelo la animaba argumentando que le ponía más corazón… ​
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La enorme caja de caudales ocupaba todo el rincón. Al abuelo le molestaron las chanzas que hacía el tío abuelo Bernardo sobre su tamaño.
 
En el lateral una puerta daba acceso a la pequeña biblioteca donde un mueble con baldas sostenía amontonados y desordenados anuarios de minería, diccionarios técnicos y catálogos de maquinaria e instrumental minero en diferentes idiomas. En las superiores se alineaban varias enciclopedias de bonitos lomos, una de ellas la enciclopedia de Agricultura y Zootécnica de Ribera me gustaba mucho porque tenía bonitas láminas coloreadas. La colección de los episodios de la guerra europea le gustaba mucho al abuelo por sus bonitas litografías.

​Un pequeño y coqueto mueble librería estaba en el rincón, en sus puertas una malla metálica mantenía prisioneros los libros antiguos de más valor, algunos de ellos estaban escritos en alemán con letra gótica. 
​Papá no nos dejaba tocarlos, decía que eran muy valiosos. Los había de muchos idiomas como de la reconquista de Granada, que estaba en francés y otros más antiguos que trataban de medicina.
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Había algunos en inglés, pero los que más leía el abuelo eran los dos tomos de las minas de Guadalcanal; los manejaba con sumo cuidado evitando que se moviesen la multitud de tiras de papel coloreado que señalaban cosas importantes. La balda más alta estaba llena de libros religiosos de muchos tamaños, todos tenían las tapas de piel con unos cordoncillos que los cerraban.

​En la pared del fondo había otro mueble de madera oscura, de gran tamaño y con varias estanterías, estaba repleto de muestras de mineral y fósiles. Junto a ella, en una pequeña mesa, se amontonaban balanzas, densímetros en sus fundas tubulares de cartón azul y cajas de madera de nogal con diferentes teodolitos. En la balda más cerca del suelo había mil artilugios; carburos mineros de latón, extrañas brújulas, niveles de esferas doradas y un curioso reloj minero con su llave.

 
Al patio interior porticado de columnas de hierro y cubierto con una capota acristalada se accedía por un pasillo. En sus cuatro esquinas tenía mamá unos grandes macetones vidriados en verde con plantas. Por él se accedía al cuarto de la costura; amplio y con cuatro sillas, solo la mesa con la tapa de mármol blanco ocupaba el centro. En ella se amontonaban multitud de cajas de bobinas de hilo, tijeras y dedales. Junto a la máquina Singer se apilaban rollos de telas. En un rincón, varias maletas parecían estar esperando nuevos viajes. Mamá se enfadaba con las costurerillas que, curiosas, despegaban las bonitas etiquetas engomadas.
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En la habitación de al lado estaba la alacena, su alta puerta de color verde estaba siempre cerrada. En ella ordenadamente se alternaban tacos de jabón con orzas de quesos, tocino y lomo. En un gran recipiente grueso de cristal verde guardaba mamá el azúcar. Un bote de cinc de boca ancha con el interior de cristal era donde se guardaba el valioso café.
 
Por un pasillo se accedía al pequeño patio de la fuentecilla de cerámica que daba al jardín. Al salir, junto a la cancela metálica, una escalera de caracol comunicaba la planta de arriba, junto a ella estaba la puerta de hierro que daba a la calle de la Estación que mi padre utilizaba normalmente. Junto a ella y pegado a la casa, estaba el pozo de brocal cuadrado; una bomba de rueda sacaba el agua por una canaleta de metal que volcaba en una pequeña acequia. Un pequeño piloncito la distribuía hasta unos naranjos, un limonero, y a un pequeño huerto que sembraba Juan el mulero, (que raras veces abandonaba las cuadras que se encontraban al fondo del jardín).
 
A la planta de arriba se accedía por una bonita escalera; bajo ella aprovechando el vano estaba la bodeguita. La guardaba una bonita puerta de madera pintada de verde con celosía en su parte superior. Papá decía que en verano no bastaba el frescor del muro para bajar la temperatura de los vinos y llamaba a Espino para que metiese las botellas en un cubo y lo sumergiese en el pozo.
 
Al subir, una galería acristalada distribuía las habitaciones, En el suelo unas olambrillas con escenas del Quijote alegraban las losas de barro. La primera habitación era el salón. Recuerda María Francisca las dos grandes galerías isabelinas talladas en nogal que sostenían los gruesos cortinajes verdes de los balcones. En una esquina un antiguo atril de hierro forjado de gran tamaño que procedía de La cartuja, servía para la lectura de libros raros que el abuelo sacaba en algunos actos nocturnos que organizaba junto a sus amigos.
 
Frente a la chimenea, en un pequeño mueble tenía mamá multitud de pequeños  objetos de plata, desordenados una concha de sumellier con una gruesa cadena estaba junto a un pequeño infiernillo de plata con un recipiente encima, regalo de un señor inglés que visitó a papá; decía que era para cocer huevos, pero nunca se usó.
 
Junto a la pared, enchufada había una lámpara que le gustaba mucho a la abuela. Una semiesfera de plata hacía de pié, estaba adornada con bonitos motivos vegetales y de su centro salía un vástago con forma de vela. Lo curioso era la extraña bombilla que imitaba una llama; en su interior, una luz amarilla hacía extraños movimientos oscilantes. El abuelo la trajo de un viaje a París y decía que era art noveau.
 
En un pequeño mueble tenía mamá varias cajas de metal y porcelana de Meissen, algunos joyeros de fundición y una curiosa rana modernista de bronce que hacía las veces de pisapapeles y que a mí me gustaba sumergir en la pileta del jardín.
 
La chimenea del salón estaba adornada por un reloj alemán de péndulo Junghans y junto a un gran cuchillo de monte con cachas de cuerno se acunaban dos antiguas pistolas de chispa de gran tamaño con el cañón de bronce.
 
Cerca, en dos mullidos sillones, escuchaban papá y mamá  la aparatosa radio Marconi de lámparas. Algunas veces sonaba el estridente timbre del teléfono de pared Ericson con trompetilla y manivela. Este armatoste se utilizaba poco, papá y el abuelo preferían la confidencialidad del de mesa que estaba en el despacho. Este se lo trajeron al abuelo desde Dinamarca, grande y pesado, tenía el mango de madera tallada y la caja y sus manivelas cromadas. 
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Recordaba perfectamente las letras doradas que lucía en su lateral: JYDSK.
 
En las paredes del salón colgaban multitud de cuadros de todos los tamaños, varios de ellos eran religiosos y tenían un buen tamaño. Recordaba Mª Francisca que cuando la tía Amparo enfermó, la abuela le rezaba a uno de la Virgencita del Carmen. A mamá le gustaban mucho las láminas inglesas de caballos y la bonita colección de grabados de Hoefnagel que el abuelo José le había regalado a la vuelta de uno de sus viajes.
 
En un amplio cuarto anexo estaba el cuerpo de casa. El servicio preparaba  las comidas en la mesa que estaba en el centro; sobre las sillas y colgado de la pared había un gran tablero con un cuadro numérico. A cada número le acompañaba una campanita que avisaba con tono diferente según fuese la habitación desde donde se le requería. Todas las habitaciones de la casa contaban con un pulsador gemelo de llamada. Al fondo de este cuarto, tras una luminosa puerta acristalada con pasaplatos de mármol verde estaba la cocina. 
 
La galería superior hacía de distribuidor y por ella se accedía a los  dormitorios. En su mitad, un mueble acristalado con cajones hacía de toallero. Entre los albornoces mamá escondía pequeñas cantidades de café y azúcar, decía que era para cuando viniesen tiempos difíciles…
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Desde una esquina de la galería y bajando tres escalones se accedía al cuarto de baño. Toda la estructura, incluido el techo, estaba acristalada con molduras de madera blanca. En invierno, los días de sol, se descorrían unos cortinajes blancos de hilo para convertirlo en un solarium.
 
Azulejos de casetones blancos cubrían sus paredes hasta media altura y varios toalleros de porcelana escoltaban a dos grandes espejos sobre los lavabos de pié. En uno de los extremos, una bañera enorme de hierro fundida, enseñaba sus patas en forma de garras de león; la remataba una tubería al aire que acabada en una gran alcachofa. En el otro extremo, un chaise lounge articulado hacía de tumbona, A mamá le encantaba y recuerdo como lo orientaba a medida que avanzaba la mañana.
 
 Al fondo de la galería estaba el cuarto de los juegos, una gran chimenea de mármol la calentaba en los inviernos. Allí guardaba mamá el patinete rojo y el triciclo color turquesa que me regaló la tía Josefita. María Francisca recuerda la casita en miniatura y el mueble sin puertas de las muñecas. Había bastantes, pero las que más le gustaban eran las que tenían la cabeza de porcelana. En un baúl forrado de tela se guardaban los Juegos de criquet y bolos para niños, mucho más pequeños que los de papá.
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SIGUIENTE:
MARÍA FRANCISCA 3ª Parte: "...El Sr. Albert Weyer salió de esta casa de la misma forma que entró..."
Fotografías Familia Guerra: JM. Odriozola.
Métropolis Madrid: documentación gráfica y tratamiento digital de fotografías para CRÓNICAS Blog LA FUNDICIÓN.
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MARÍA FRANCISCA - 1ª parte

19/5/2020

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ALBERT WEYER, un ingeniero alemán en El Pedroso.
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A principios del siglo XX, toda Europa buscaba materias primas. Las reservas de mineral del sur de España, estaban en el punto de mira de las grandes potencias europeas. Los altos hornos alemanes e ingleses necesitaban mucho mineral de hierro para fabricar acero. La sociedad William Baird Mining and Co. se había adelantado en Sierra Morena y explotaba desde hacía casi un siglo el yacimiento del Cerro del Hierro en San Nicolás del Puerto. La calidad del mineral y la extensión del yacimiento habían permitido construir un pequeño ramal ferroviario que lo conectaba a la línea Sevilla-Mérida.
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La casa Krupp deseaba saber las potencialidades de los numerosos yacimientos de hierro que aún estaban sin explotar. Por su conocimiento del castellano Albert viajó a España; le sorprendió el atraso generalizado. Excepto algunas ciudades del norte, algo más industrializadas, el resto del país parecía estar detenido en el tiempo como si fuese un inmenso daguerrotipo.
 
El ingeniero alemán viajó a esta zona recóndita de Andalucía. Llegó a Sevilla en 1918 en el vapor “Otto Sindigin” procedente de Hamburgo. En la ciudad, Albert estudió las concesiones mineras y la planimetría existente. Tomó contacto con los representantes de las empresas ya establecidas y acordó compras de mineral de hierro de un pequeño pueblo del interior que se llamaba El Pedroso.

​Se relacionó en la Sevilla provinciana de principios del novecientos. Atraído por el flamenco y los toros, tomó vino de la Palma en la venta de Eritaña, asistió a tentaderos en Pino Montano y conoció en la calle de la Sierpe a los hermanos “Gallito”, los toreros de moda entonces. Por Joselito supo que su madre, por la que sentían adoración sus hijos, pasaba en el verano temporadas cortas en El Pedroso.

La bailaora doña Gabriela, delicada de salud, tomaba las aguas de la sierra; ella afirmaba que le aliviaban sus dolencias.
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​Durante sus estancias, por las tardes tomaba café sentaba al fresco en el patio de la Huerta Cataño. 
Sus hijos Rafael y Joselito hacían tertulia con los hermanos Curro, Rafael y Faustino Posadas, que venían a respirar el aire puro del pueblo. Años después, el anfitrión de estas reuniones tan castizas, mi bisabuelo Antonio Ruiz, comentaba lo absurdo de la preocupación de Faustino por su incipiente tuberculosis; el profesional que acabaría con su enfermedad pocos años después sería un Mihura en la plaza de Sanlúcar.
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Para Albert, procedente de uno de los países más industrializados del mundo, la Andalucía de principios de siglo se encontraba en un atraso de difícil comprensión. Al bajar del tren en la estación de El Pedroso, le impactó aquel pequeño pueblo que sesteaba recostado en la sierra. Sin agua corriente ni alcantarillado en la mayoría de las casas, solo algunas de ellas se alumbraban pobremente con luz eléctrica. Este lujo era suministrado con muchos altibajos y cortes por las llamadas fábricas de la luz, unos anticuados generadores eléctricos movidos por motores de gas pobre.
 
La población se triplicó con el nuevo siglo, con la locura del mineral llegó también la desesperación de los propietarios agrícolas incapaces de competir con los salarios de las minas. Albert sería protagonista entre otros de ese cambio, su trabajo consistía en comprar mineral a dos empresas familiares que explotaban los yacimientos mineros a principios de siglo.
 
La sociedad “MacLennan-Latorre” la formaban cuatro hermanos santanderinos, dos de ellos ingenieros de minas. Explotaban las minas de hierro de “La Lima” y “Juan Teniente”. Félix y Carlos Latorre complementaban estos trabajos a pie de mina con un pequeño laboratorio técnico de minerales que estaba instalado en Las Alberquillas.
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Desde un principio la escasa calidad de su mineral de hierro era el principal problema de La Lima, sus impurezas de azufre, fósforo  y sílice eran un obstáculo para las acerías inglesas. Para deshacer el nudo gordiano los Latorre acordaron con La Société Minière et Métallurgique de Peñarroya, (que extraía hierro desde finales del siglo XIX de la mina de “La Jayona” en Fuente del Arco) la compra de su mineral de hierro básico; la mezcla resultante satisfizo a la compañía escocesa al no rebasar los porcentajes máximos de impurezas.
 
Solo los altos hornos alemanes habían conseguido producir acero de calidad a partir de arrabios con alto contenido de fósforo y azufre. Este hito alquímico, que los alemanes llamaban método Düsenverfahren (lanza de Linz), solo sería del común conocimiento muchos años después.
 
El otro problema era la distancia de varios kilómetros desde las bocaminas de la Lima al ramal ferroviario más cercano que les obligaba a depender del costoso y lento trasporte en carretas; resolvieron volver a poner en actividad el antiguo cable aéreo que la Iberian Iron Ore Company Limited había instalado en su mina de “La Lima”.
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Este vetusto ingenio sistema Hipkins de cubas cilíndricas, trasportaba el mineral desde el descargadero de la mina hasta “Las Explanaciones” sobre estructuras de madera. 

​Arreglaron el cableado del carrusel de cubas y sustituyeron el antiguo motor de vapor alimentado con leña por un moderno y ruidoso Anton Schluter de gas pobre y grandes ruedas de inercia que accionaría las inmensas poleas.
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Completaba la empresa un pequeño carguero de su propiedad que hacía la ruta desde Sevilla a los altos hornos de William Baird Mining en Glasgow.

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La otra empresa, “Mines et minerais”, formada por los hermanos José e Isidoro Guerra Sevillano,  habían  arrendado en las inmediaciones de El Pedroso a la familia Cataño  el magnífico yacimiento de hierro magnético de gran calidad de la mina “San Manuel”. Simultaneaban esta explotación con otras minas de menor entidad en Cazalla de la Sierra y Alanís. En Montegil  llevaban tiempo sondeando sin éxito en el valle del  Viar, las culpables eran sus esquivas vetas carboníferas y la abundantísima capa freática.
 
Albert se familiarizó pronto con la realidad minera de la zona y consiguió con habilidad en poco tiempo acordar importantes compras de mineral de hierro con ambas empresas. Los vapores “Arthur” y “Cairnglen”, se alternaban en su recorrido desde Sevilla al inmenso puerto fluvial de Duisburgo donde la Krupp tenía sus altos hornos. 
 
Albert Weyer, había nacido en Essen, era el menor de los tres hijos de Ferninad Weyer, un exigente profesor de una escuela protestante y de Helga Trips. Su padre tenía dos pasiones que trasmitió a su hijo Albert: la naturaleza y el ferrocarril. En su tiempo libre abandonaba las monótonas y fértiles llanuras del Rihn para viajar junto a su familia a la cercana comarca de Sauerland. 
 
Recordaba las excursiones junto a su padre y hermanos a los bosques de la antigua Sajonia. Nunca olvidará aquellas navidades a orillas del lago Schalkenmehren, a los pies de la cadena montañosa de Eifel. Allí Ferdinad explicaba a sus hijos con rigor académico los ciclos de la naturaleza; cómo los antiguos cráteres volcánicos se habían inundado y por qué surgía dióxido de carbono de las profundidades del Laacher See. En sus orillas encontraban basalto, pomita y fósiles para su colección.
Sus hermanos, al igual que su padre, se dedicarían a la enseñanza; Albert, inteligente y trabajador, logró una beca de estudios en la prestigiosa universidad Técnica de Aquisgrán donde estudió la difícil carrera de ingeniería de minas. La cursó con buenas calificaciones y comenzó pronto a trabajar en la cercana Bochum.
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Un día leyó en el “Ulmer Tagblatts” que la casa Krupp buscaba un técnico para su complejo de Essen. El candidato debía cumplir varios requisitos pero había uno que le atraía poderosamente: la total disponibilidad para viajar ¡por todo el mundo!. Admitido y asignado al departamento de supervisión del mineral, trabajó como analista de calidad de las materias primas. Como encargado de confianza negociaba precios y formalizaba los plazos de entrega.
​Al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914. Albert tenía treinta y cinco años y fue llamado a filas. Con rango de oficial ocupó su primer destino en el Décimo octavo Regimiento de Húsares del ejército imperial.

 
Combatió en los frentes de Luxemburgo, Flandes y Lieja; destacó y tras ganar su Eisernes Kreuz fue ascendido a capitán formando parte del estado mayor de Sajonia. Aún conservamos algunos de sus dibujos a plumilla donde supo plasmar con precisión casi fotográfica bosques, vaguadas, arroyos, lagos…
 
Su unidad, trasladada al duro Frente Oriental, se batió como se esperaba de ella. Hasta nosotros han llegado fotografías de un Albert culto y sensible que impactado, inmortalizó con su cámara Leica los paisajes desolados por el machaqueo artillero y la miseria de los mujiks que para protegerse del duro invierno llevaban sus pies envueltos en trapos…
 
No faltan escenas castrenses más relajadas como aquella en la que se encuentra junto a sus compañeros de armas en la puerta de una modesta iglesia ortodoxa, realizada toda con madera de abedul sin descortezar. ​
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En otra de ellas, cerca del inmenso Dniéster, aparece el Oberster Kriegsherr Gillermo II junto a un Benz  modelo Baujahr 21/50 de 6 plazas que aquel día visitó al estado mayor Sajón en los bosques de Ternopil.
 
Tras la derrota alemana, un desafortunado Tratado de Versalles acordará compensaciones y prohibiciones imposibles que abrirían la puerta a la siguiente guerra; mientras Albert retornará a su empresa que comienza lentamente a funcionar de nuevo. Todos creían  que tras la guerra se necesitaría mucho acero para la reconstrucción de Europa y así fue hasta la llegada de la crisis de los años 20, que frustró todos los planes.
 
En 1918, con el mercado internacional muy ralentizado, pero con necesidad de mineral de hierro, la casa Krupp manda de nuevo a Albert a El Pedroso. A su regreso, comprobó con sorpresa que aunque toda Europa estaba patas arriba, en este pequeño pueblo todo seguía igual: bueno, casi igual.
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SIGUIENTE:
MARÍA FRANCISCA 2ª parte: GOTERAS EN LA CASA DE LOS GUERRA.
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LAS DOS FAROLAS

18/5/2020

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José María Odriozola, nos trae en este relato mucho más que unas vivencias personales. Profundiza en el oficio más vinculado a la historia de El Pedroso con rigor y al tiempo, con un afecto que emerge entre todas sus líneas. Desde LA FUNDICIÓN te damos las gracias por este gran aporte a la historia pedroseña, a sus gentes y a sus oficios, que seguro disfrutarán los lectores.
​Hemos querido completarlo con fotografías, ilustraciones y esquemas propios, que unas veces son de aspecto didáctico, otras anecdóticas  y otras son extraordinarios documentos gráficos de otro tiempo, de aquella nuestra gente y de sus labores y afanes.

                                        Redacción CRÓNICASblog

José María Odriozola.

​Es curiosa la atracción que producen la piedras trabajadas, quizás la razón se esconda en la sensación de eternidad que posee su materia o puede que sea la dificultad de su talla, pero la verdad es que algo hay… Basta mirar la torre de nuestra iglesia, las aceras de nuestras calles, las pilas de agua o el cargadero de mineral de Monteagudo para comprobar que la cantería es oficio antiguo en El Pedroso.
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La Geología nos aclara que las responsables de la existencia de granito en el entorno de nuestro pueblo fueron las fuerzas telúricas. Por tan remota actividad magmática, esta roca se clasifica geológicamente con los sonoros calificativos de ígnea y plutónica.
Nuestros picapedreros, de conocimientos más prácticos, conocían bien que esta “lengua” de granito afloraba en Gerena y floreaba caprichosamente en Las Pajanosas, Almadén, El real de la Jara, Castilblanco, El Pedroso y Cazalla, llegando hasta La Hoya de Santa María donde volvía a sumergirse (a semejanza del Guadiana) para muchos kilómetros después, ya en Extremadura, volver a salir a la superficie pasado el valle de la Serena.
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Nadie recuerda en El Pedroso desde cuando se nombra  “piedra de porrilla” al granito. La Real Academia define porrilla como diminutivo de porra y es probable que sea por el empleo de esta herramienta, muy común entre los picapedreros, lo que llevase con el tiempo a trasmutar el vocablo de la herramienta por la de la materia sobre la que se empleaba esta. Mi madre me explica que los lingüistas llaman a esta utilización (de una palabra con un sentido diferente al que le corresponde propiamente), metonimia y que en este caso concreto, designa la cosa con el nombre de otra con la que  tiene una relación lógica y muy cercana: la de la herramienta con la que se trabaja.
Aunque todos estos pueblos de la sierra tenían “piedra de porrilla”, no toda era de la misma calidad. La gran suerte de los canteros de nuestro pueblo estribaba en que los berrocales de granito de calidad eran los más cercanos al pueblo y en una época en que el trazado del ferrocarril era la única vía de comunicación y las yuntas de bueyes su única alternativa, esto era una gran suerte.
El Pedroso estaba flanqueado al mediodía por los magníficos afloramientos de “Las Madroñeras” y “Las Porrillas”, tampoco desmerecían los “bolos” de “Navahonda”, “Nava la Higuera” y “Los Charcones”. Hasta “El Cerrado de Lora” parió algunos de los mejores empiedros. Los más alejados Bolos de “Navaholguín” y Ventas Quemadas, seleccionados con buen ojo, suministraron material de calidad para tallar magníficos conos que tras su desmontaje, cincuenta años después, seguían presumiendo de su calidad y casi nulo desgaste pese a los muchos años de trabajo.
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Los maestros picapedreros, como auténticos zahoríes de la piedra, ojeaban sobre el terreno la calidad de los bolos. Las piedras escogidas eran estudiadas en su perímetro, se trazaban imaginarias líneas de corte que evitando fallas ocultas y  visualizando en ellas tamaños y pesos calculaban las figuras finales. Aun así, la predisposición al lascado del quebradizo granito, (lo que los profesionales llamaban “picarse”), hacía que el traslado de las pesadas piezas fuese una operación delicada. Un pequeño golpe durante su carga en las zorras, o en  los embarcaderos del ferrocarril hacía que piezas terminadas se malograsen sin remedio antes de llegar a su destino.
​La mejor talla en piedra que se conserva en El Pedroso es con mucha diferencia la Cruz del Humilladero de la Ermita del Espino. ​Es de factura foránea y por tipo de piedra, estilo y calidad, una obra de arte. Los eruditos la sitúan en el entorno de la escuela de entalladores placentinos, vascos y franceses que el maestro mayor Diego de Riaño contrató para la nueva sede del Cabildo Municipal de Sevilla en la primera mitad del mil quinientos.
Es más que probable que entre Juan y Francisco García, Nicolás de León, Diego Guillén, Ferrant, Jacques, Gonçalo Herrandes Toribio de Liébana, Juan de Landeras, Diego de Lara, Gonzalo del Castillo o Roque Balduque, maestros canteros, estén los autores de la magnífica y única obra plateresca en piedra de nuestro querido pueblo.
Aunque en el Libro de Cuentas del Archivo Parroquial aparecen los nombres de mayordomos maestros de obras y albañiles que reformaron nuestra iglesia y levantaron la torre nueva en el s. XVIII, desgraciadamente no hace referencia a los canteros (muy probablemente vecinos) que tallaron los sillares de su elegante torre.
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De la misma forma otros trabajos de mérito como las fachadas de la casa de Diego y la portada de la de mi abuela, ocultan su autoría. Aunque de diferentes estilos, se pueden datar entre los siglos XVII y XVIII la de mi abuela y un siglo posterior la de Diego Rodríguez.
 
Durante generaciones nuestros picapedreros se adaptaron a las duras condiciones del tajo. Como en tantos otros oficios los maestros solían intervenir en las fases últimas de los trabajos según fuese la calidad y dificultad del encargo. Trabajo complicado era el visualizar la obra final en la piedra y aún más en el tosco e irregular granito; a estos canteros bien podríamos aplicarles, (salvando distancias, genialidades y falsas modestias), aquello que Buonarotti dijo al terminar “La Piedad”: “yo solo he retirado del bloque de mármol todo lo que no era necesario”.
El granito fue el material barato, abundante y cercano que sirvió para tallar multitud de encargos: losas para las aceras, alcorques y bordillos para árboles y calles, comederos para el ganado (aún quedan bolos ahuecados en forma de piletas en algunos cortinales), pilas de lavar la ropa...

Se aprovechaba casi todo y así sobre las lascas sobrantes de tallas mayores se labraban pequeños refregadores para lavar la ropa que eran abonados ya ubicados en las orillas de los arroyos cercanos al pueblo. En casa conservamos uno de ellos procedente de “La Rolava” y hace algunos años una máquina desenterró varios de ellos cerca del arroyo de Las Madroñeras.
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Era allí donde Anita, la muchacha que servía en casa de mi abuela Marta Ruiz, lavaba y soleaba las sábanas una vez en semana al igual que muchas otras mujeres. Contaba mi padre que estando embarazada se empeñó (contra las recomendaciones de Marta) en ir aquella mañana al lavadero de Las Madroñeras y colocándose la cesta de mimbre llena de sábanas sobre la cabeza, se encaminó canturreando hacia el camino de “Las Monjas”.
Mi abuela Marta, que la conocía bien, le recomendó prudencia por su avanzado estado y que no se demorase. Aun así, horas después y sentados a la mesa, le comentó a su marido el retraso y ambos achacaron la tardanza al carácter de Anita y al ambiente algo más que hablador del lavadero. Era ya entrada la tarde cuando apareció sonriendo, llevaba la cesta de la ropa en la cabeza y un hatillo de ropa en el cuadril. Mi abuela, que le esperaba desde hacía rato en la puerta, le preguntó algo seria por el retraso y le recriminó la preocupación causada.
Anita, apurada, deshizo el hatillo de trapos mostrándole un rollizo churumbel mientras le comentaba con naturalidad que había parido en Las Madroñeras y que había tenido que lavarse ella y al niño; pero que no se preocupara que las sábanas de la casa venían limpias y soleadas… Mi abuela Marta, de salud bastante delicada, le comentaba a su marido mientras este la atendía en el suelo, que no recordaba en qué momento se había desmayado.
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​Algunas casas, como la de mi otra abuela, tenían en el corral pozo y pila de lavar; y en este caso era Modesta la que lavaba la ropa en la coqueta pila con refregador que aún sigue junto al pozo. Estas tatarabuelas de nuestras modernas lavadoras, con una obsolescencia programada de siglos y carente de averías eléctricas, solo necesitaban para dejar la ropa limpia unos buenos brazos y jabón verde.  ​​Generaciones de picapedreros labraron los bloques careados para la torre de la iglesia, embarcaderos y andenes del ferrocarril, dinteles y jambas para puertas, empiedros de una o de varias piezas, conos de molienda, bases de farolas, pilas de agua, mojones kilométricos o incluso esferas (como las que labró Pepe Reina como remate de las pilastras de la cerca de la Ermita del Espino).
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Gracias a la tesis doctoral de Pilar Orche, leemos en unas actas de inspección de policía minera en 1924 que en el término municipal de El Pedroso existían unas canteras de granito y que en ellas trabajaban maestros canteros que lo labraban en bloques. Describe este documento lo diseminadas que se encontraban estas piedras y da algunos apellidos que nos resultan familiares: “los maestros Antonio Hernández Álvarez, José López y Manuel Reina trabajan al frente de cinco o seis operarios cada uno, casi todo el año”.
Describe su trabajo y aclara que no es en sitio fijo (cantera abierta) sino pidiendo permiso al dueño del terreno en donde hay algún bloque de granito, a donde se trasladan hasta la finalización del trabajo. Termina aclarando que las piedras talladas se “destinan a la Compañía de Ferrocarriles de M.Z.A. y a piezas de molinería.
Sabemos que también se utilizaba como zahorra de calidad y así en una visita en 1927 a las canteras cercanas a Las Alberquillas, informaban: “…donde sobre un bloque de diorita compacta que atraviesa la masa granítica están arrancando piedra que mandan para el firme especial de la carretera a Madrid. Están empezando ahora y piensan llegar los propietarios Sres. Latorre a una producción de diez vagones por día”.
 
Recuerdo a Rafael Capitán martilleando adoquines. Sentado en el suelo del planazo de la ermita rodeado por la zahorra de despunte, se sombreaba buscando la brisa que procedente de “Las Viñas” empujaba el aire caliente a los llanos del Medio Almuz.
Solo el cambio de un cincel romo alteraba el piqueteo monótono; en el interior de la pequeña espuerta de asas trabadas esperaban turno punteros, astiles de martillos, cuñas, cinceles y un pequeño bote de cristal oscuro con alcohol de romero para los golpes.
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En verano subíamos al Espino y acechábamos atentos a que los picapedreros volteasen con palancas las grandes losas de granito para acomodar su corte. Estos pequeños traslados dejaban al descubierto las catacumbas de sapos, alacranes y escolopendras que nosotros capturábamos
con rapidez. Reían “Capitán” y “Lamparilla” al ver nuestro nerviosismo mientras discutíamos ​​clasificando las sabandijas según su calidad y tamaño en latas y botes de cristal.
Capitán era un buen hombre, honrado y afable, mantenía una buena amistad con mi padre y él fue el que me contó algunos años después, como Rafael ya viejo, le hablaba de su duro trabajo que ya se había perdido:
-“Luis, este es un oficio muy particular, es de paciencia, porque cada pieza tiene sus golpes y como intentes atajar, rompes. Y también es de calores, porque como todo el mundo sabe, las piedras húmedas no cortan bien y la piedra solo se trabaja oreada.
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Le advertía que era primordial, para que el corte fuese recto, que se respetase “la hebra” o “ley” de la piedra y que tras “rayar” con el cincel había que colocar sobre esta línea un pequeño trocito de piedra que al golpearse suavemente y quedar pulverizado, dejaba la superficie preparada para que al golpear por segunda vez la piedra “abriese” por su sitio.
Aclaraba que “desdoblar” era cuando se partía una pieza en dos mitades para sacar dos adoquines de a diez y que si volvíamos a partir estos a la mitad darían dos tablillas y que si estas se volvían a partir por la mitad parirían dos tacos… Se quejaba que las losas para las calles daban mucho trabajo al tener que quitarle los “verrugos” y dejarle una superficie lisa pero que no resbalase
Le explicaba con paciencia a mi padre como para partir piezas grandes había que trazar “las canales” sobre el “rayado” y cómo los “cuñeros” se debían hacer con el puntero gordo para ensanchar longitudinalmente los agujeros de mayor a menor recordando que para que entrase bien el puntero había que “acodarlo” poco a poco, es decir, sacar por capas el granito y que para que la piedra cortase bien, el agujero tenía que acabar en punta.
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La “molinería” exigía mucha mano de obra y de calidad. La talla de los rulos y empiedros nuevos se solapaba con los repasos de los que estaban en funcionamiento. Solo en El Pedroso hubo al menos diez molinos de aceite y aunque no todos coincidieron temporalmente en su actividad, si sabemos que sus empiedros y rulos ocuparon muchas jornadas a nuestros maestros picapedreros.
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Las soleras de los molinos, si no eran de mucho diámetro, se tallaban en una sola pieza; estos empiedros pequeños no solían tener más de dos ruedas o conos. En la mayoría de ellos, para evitar que la pasta rebosase por los bordes, se tallaba un borde y se les llamaba soleras de “resalte” o “alfarje”. 
En los casos de molinos de tres y cuatro piedras este borde era inusual. Los grandes empiedros, por lo desmesurado de la superficie y el enorme peso, se tallaban lisas sin resalte y solían ser de dos o más piezas.

Los rulos eran piezas cónicas de talla muy compleja, picadores y maestros trabajaban compenetrados; no solo era importante la perfección de la figura geométrica. El agujero que atravesaba la mediatriz del cono desde su punta hasta en centro del círculo debía trazarse y culminarse con gran precisión, ya que por el iría enhebrado el eje de hierro. Para su fijación a la piedra, se emplomaban los ejes de hierro a las entalladuras cuadrangulares de ambos extremos del eje.
Algunas de estas piedras talladas, sin vida y carentes de sentimientos, han terminado teniendo otras funciones muy diferentes a las que estaban destinadas en principio. 
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Recuerda mi madre, testigo de una conversación desenfadada entre Doña Concha y Marga Yoldi donde esta última se quejaba del mucho trabajo que le daban sus hijos. Mi abuela le recriminaba entre risas que no había tanto motivo de queja, porque la que había criado a sus hijos, al igual que a los suyos propios era la farola de la plaza. No le faltaba razón!.
Es curioso que habiendo dos y siendo idénticas, solo una parece merecedora de mérito: la de la plaza de la iglesia. En ambas, sus idénticas bases, están  compuestas de tres piezas superpuestas talladas en granito, las dos primeras son dos octógonos (el primero con su borde superior achaflanado y el segundo, regular de doble de altura), rematándolas un capitel toscano invertido en el que se inserta el fuste de hierro de la farola.
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Su historia comienza a principios de los años cincuenta, cuando el ayuntamiento de El Pedroso, con algo de alegría en sus arcas, fruto de una honrada gestión y ayudado por unos cobros atrasados de La Jarosa, acordó en sesión plenaria adecentar sus dos plazas cercanas a la iglesia. Hubo unanimidad en su enlosado y en adornarlas con dos farolas de hierro fundido. Estas se encargarían a la Fundición Aguilar de Sevilla con la que había buena relación y llevarían por bases dos piedras “de porrilla” bien talladas.
Para que nada quedase en el aire Ramón, el alcalde, hizo un boceto y tras consulta, todos los asistentes estuvieron de acuerdo. No había duda en que las manos idóneas para este trabajo serían las de “Pepe el picapedrero”. Ramón, le explicó a su sobrino la pieza a labrar y tras conversación técnica entre gente del ramo, acordaron una cantidad cerrada para el maestro y otra para su ayudante que sería “Sofocones”.
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Ya en su casa “Pepe el Picapedrero” remirando el boceto, lo encontró algo simple y de poco mérito. Lo comentó con Pepe el “Pelón” y ambos acordaron hacer algo  más acorde para embellecer la plazas; decidieron encargar una plantilla al maestro carpintero La Orden Irigoyen, (que era con diferencia el mejor dibujante técnico que había en muchos kilómetros a la redonda). Como inconveniente insalvable estaba el carácter áspero de Manuel, aunque a decir verdad, en el pueblo todos sabían que cuando estaba presente su amigo “Pepe el Pelón”, otro librepensador como él, surgía el porteño hablador que llevaba dentro.
La verdad es que Manuel La Orden era un argentino peculiar, descendiente de emigrantes sorianos, sumaba a su carácter introvertido una sequedad en el trato que provocaba rechazo. Ebanista y consumado maestro carpintero, ganaba buena plata en su taller bonaerense del barrio de Villa 31 hasta que sus inquietudes políticas jugaron en su contra una vez más. Las huelgas y desórdenes durante la presidencia de Hipólito Yrigoyen desembocaron en detenciones arbitrarias de muchos militantes socialistas, a los que solo les quedó o el destierro o las cárceles de Ushuaia.
Manuel puso tierra por medio y volviendo a la “Madre Patria” consiguió trabajo en la inquieta Sevilla que preparaba su Exposición Iberoamericana. Trabajó duro como oficial en el montaje de los inmensos artesonados de madera la Plaza de España y al término de las obras, mientras buscaba trabajo supo de la ausencia de carpintero en un pequeño pueblo cerca de Sevilla bien conectado por ferrocarril y el destino de nuevo lo llevó a otro puerto…
Aquella tarde los dos “Pepes”: “el picapedrero” y “el Pelón”, se presentaron en el taller de Manuel acompañados de una botella de aguardiente seco del Clavel. Mientras discutían a media voz más de lo humano que de lo divino, Manuel dibujó a vuelapluma sobre un cartón manchado de cola blanca el perfil y alzado de las dos farolas mientras fumaba un cigarro. De noche ya, se despidieron en la puerta del taller y cada mochuelo volvió a su olivo: el más satisfecho “Pepe el Picapedrero”, subía por la Calle de la Palma con las plantillas de cartón debajo del brazo mientras cavilaba de donde escogería la piedra de calidad para tallar su obra.
Aquel verano “Pepe el picapedrero” talló con maestría, (ayudado por “Sofocones”) las piezas de las dos farolas en un granito de excelente calidad y si hacemos caso a la fecha que aparece en la puerta de fundición que luce la base de la farola en una de sus caras, aquello se inauguró en 1955.
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Esta anécdota me la contó el niño de ochenta y cinco años que aquella tarde enredaba inquieto tocándolo todo en el taller. Ahijado de Manuel La Orden, hijo de Pepe “El Pelón” y suegro mío es el único testigo vivo de aquella reunión.
Hay que hacer un gran esfuerzo para imaginar la cantidad de operarios y horas de trabajo que ocupaban estas labores, pero debemos trasladarnos en el tiempo y hacer memoria de estos molinos desaparecidos: el de La Cartuja, el de Pepe Moya, el de Cesárea Rubio, el de Antonio Moya (que estaba en la calle de los Cercos), el de Félix Cataño y Paco López de la calle del Cristo, el de Rafael Jódar de la estación. Y aunque alejados del casco urbano, también molieron el de Quintanilla la baja (de Juan Iraola) y los de Montegil y El Cañuelo.
Muchas horas de trabajo debieron ocupar las por lo menos ocho pilas de agua talladas en piedra berroqueña que había en El Pedroso, casi todas ellas de idéntica talla y variando solo en tamaño. Aún se conservan la de la Calle de los cercos, la del Cuartel viejo (Presbítero Forcada), la de Fuente Reina, la que estaba frente a la cancela de Cesárea Rubio Brenes desapareció hace muy poco tiempo, la de Pocito, la que estaba frente al Cuartel, la de la calle del Cristo y la que estaba junto a la Ermita de San Sebastián. ​
​Solo tres, por ser las últimas en fabricarse, quedaron en fábrica de ladrillo: la que está frente al estanco, la de la placita donde tenía el quiosco Rafaela y la de la puerta de Peral.
​Solo nos ha llegado algo de información (poca y escasa) de la última generación de picapedreros, algunos nombres y bastantes apodos: Ramón Fernandez “El picapedrero” (el que fue alcalde) y sus sobrinos los hermanos Eustaquio y Pepe Reina, “Manolo Reina” (de otros Reina, en este caso de Castilblanco), “Los Jarillas” (el padre y los tres hijos), “Cortina”, “Perrita”, “Ayo”, “Sofocón”, “Lamparilla” (de nombre Joaquín y padre de Valentin), “Longino” (cuñado de Agustín el guarda de La Jarosa ), “Cambiaduro”, su hermano y Manolo, (el que estaba casado con una de las “Papas Fritas” que vivía en Fuente Reina)…
El hierro de muchas de sus herramientas procedía de los hornos de Fábrica del Pedroso y casi todas ellas estaban adaptadas al gusto y condición de cada maestro. La desidia ha hecho que en gran número hayan desaparecido fundidas como chatarra. Para el afilado y templado de cuñas, punteros y cinceles y que se desgastaban, así como para el ajuste de los astiles de mazos, existían pequeñas fraguas; la del padre del Batato, de merecida fama, la del padre del marido de la “Quesita” o la de Pepe Reina en la que se arreglaban las herramientas de todos los miembros de la familia.
Desgraciadamente estos conocimientos tan especializados, tan íntimamente ligados a las características de la piedra de la zona y al tipo de trabajo, terminaron lastrando el oficio ante la aparición del cemento y del hormigón armado. Su desaparición  conllevó el olvido de un mundo que, aunque duro e ingrato, fue rico en personajes y anécdotas. Con la marcha de sus protagonistas se perdió algo fundamental: los testimonios de primera mano, aquellos que nos podían aportar los matices que hacen única e irrepetible la historia.

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APUNTES DE LA CASA DE MI ABUELA. 3ª Parte.

16/5/2020

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3ª parte: De sus habitantes, sus vicisitudes y vivencias; de sus patios y sus profundidades.
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De los sucesivos propietarios sabemos que Don José Neira el médico, el que murió descabalgado en una calle del pueblo, le compró la casa a Angela Azcárate, viuda de Don José de Cabrera y es más que probable que esta se la comprase a los Ribera - Gil de Taboada. A partir de estos Cabrera se pierde la memoria.
Por aportar todo sobre la casa, hago memoria y veo que ya escribí algo sobre el mismo tema hace algún tiempo, más por pereza que por no repetir, trascribo, entrecomillo y me plagio:
“Cuando mis abuelos llegaron a El Pedroso, vivieron unos meses en la calle Pi y Margall; después mudaron a la casa del médico Luis Odriozola, donde nacería mi madre, pero poco durarían allí pues mi otro abuelo, el Odriozola, que vivía entonces en Valmaseda con su familia, decidió volver. Ejercía su profesión en el penal del Dueso de Santoña y en 1939, harto de guerra, militares y muertes, quiso retornar con su mujer y sus hijos a la tranquilidad de El Pedroso.
 
Pepe y Concha tuvieron mucha suerte pues pudieron mudarse a la casa de al lado, donde habían vivido los padres de Isabelita Ruiz. La propietaria de la casa, Concha Neira era una de las hijas del doctor José Neira; su hermana Dolores, la que casó con el ministro Domínguez Barbero, tuvo que exiliarse tras la guerra junto a su marido con el que vivió su particular calvario siempre huyendo.
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Salieron precipitadamente de Madrid, recalaron en Valencia donde la retirada del ejército republicano les obligó de nuevo a huir de Barcelona, pasando a Francia donde creyeron poder rehacer algo sus vidas en la bonita ciudad de Etienne. 
La invasión de Francia por las tropas alemanas en 1940 les obligó de nuevo a huir. La Francia de Vichi era peligrosa para los republicanos españoles. Como en la famosa película de Bogart y Bergman, con mucho peligro y con sobornos consiguieron llegar desde Marsella a Casablanca donde fueron amenazados de nuevo por la policía de Pierre Laval. Ayudados por las logias masónicas Fe 261 y Germinal 306 que le facilitaron algo de dinero, compraron los pases y los pasajes para el embarque en el vapor Nyassa que finalmente les llevó a Veracruz.
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​Desde allí pasaron a Ciudad de Méjico donde Martínez Barrio, que ya residía cómodamente allí, les amparó. Allí vivió el matrimonio hasta la muerte del exministro en los años sesenta. Su viuda Dolores no quiso volver nunca más ni a su país ni a su pueblo y la casa que su padre tenía quedó vacía. Su hermana Concha, que vivía en Barcelona tampoco quiso volver, y tras alquilarla algunos años se la vendió a mis abuelos.”
 
Nuestra casa, aunque muy trasformada, conserva en sus antiguos patios gruesos muros medianeros donde se aprecia con claridad los antiguos linderos que ensanchan y bastante lo que debieron ser sus sucesivos patios escalonados que llegaban hasta “los corrales de las casas de la Plaza de la Iglesia”.
El pozo que se describe en la documentación antigua es interior y medianero, lo compartían dos viviendas y estuvo sin modificar hasta hace relativamente poco tiempo. Mi madre me cuenta que lo conoció de niña y lo recuerda como oscuro y húmedo entre los dos edificios. Esta prolongación de la casa la compró Lolita Odriozola para ampliar su cocina y tras la obra lo cegó.
El pozo que existe en la actualidad en el centro del segundo patio, se hizo a finales del XIX y curiosamente no enhebró por escasos metro y medio a otro anterior con bóveda que sirvió de pozo negro y que tras aparecer en una obra, queremos recuperar y reutilizarlo como bodega; ya veremos…
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Era allí, junto a este pozo donde José Neira, gran aficionado al juego, organizaba a puerta cerrada, timbas de cartas en la época de la prohibición. De la afición de este médico al juego quedó en casa una desvencijada mesa de juego lacada en negro. Era cuadrada y abisagrada en su centro, su paño verde estaba apolillado y por faltarle una pata aguantaba el paso de los años recostaba en una de las paredes del cuartón de arriba.
En la parte más soleada de este patio del pozo hay un jazmín. Desconocemos su edad, aunque por su avejentado y nudoso tronco podemos darle el tratamiento de venerable. Recuerdo de niño como mi abuela y mi madre  al caer la tarde, tras regar, recogían en un platillo blanco jazmines para perfumar los dormitorios.
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Desde muy joven mi abuela me responsabilizó de su poda, supervisaba con ojo atento la delicada operación y tras pequeñas correcciones técnicas asentía dándome una moneda de cinco duros a la vez que me cerraba la mano con misterio.
Todos los años esperamos sus tempranos brotes que nos adelantan la llegada de la primavera. Su longevidad es fruto de los muchos mimos de al menos sus tres últimos propietarios y así al comprar la casa mis abuelos la única recomendación de Concha Neira fue que cuidasen el jazmín de su abuela…
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La planta del jazmín tiene una bonita historia y los entendidos, que sitúan su procedencia en Persia, cuentan que en esa región la nombraban como Yasamin. Es también allí donde adjetivado, lo aplicaban a la mujer que necesita ser apreciada y que juega a la confusión.
Los patios escalonados, en su día mucho más espaciosos, han sufrido con el paso de los siglos amputaciones de todo tipo, algunas veces por vecinos y otras por propietarios en forma de nuevos muros medianeros y cuartos anexos para diferentes usos.
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En origen tuvo el suelo de guijarros y así aparece en algunos paños bajo la solería de barro (como en la vuelta de la cancela del corral). El primer patio fue pronto estrechado con una cocina alargada en uno de sus laterales, años después sufrimos con pena otra mutilación de este mismo patio que al robarle otro trozo más la fábrica del pasillo para el cuarto de baño nuevo quedó como patinillo.
Algunas fotos de principios de siglo de este espacio antes de su trasformación nos lo recuerdan.
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Al segundo patio también le robó la mitad de su superficie un cuarto de baño que José Neira edificó (así lo delata el tramo soterrado de escalón de ladrillo que aparece en la base de la pared).

Cuando el agua corriente era un lujo al alcance de muy pocos, “Neira el médico” instaló en el nuevo pozo una pequeña bomba manual que la ascendía hasta un depósito sobre el primer arco. Desde allí lograba algo de presión a través de un pequeño laberinto de tuberías de plomo. De su interior conservamos poco, Un colgador de toallas de loza blanca y un paño de gruesos azulejos lechosos facetados.
En este pequeño patio resultante mi abuela Concha siempre tuvo macetas de sombra amparadas al grueso muro medianero de la casa de mis otros abuelos Luis y Marta. Es aquí donde mi tío abuelo Juan, gran aficionado a la fotografía  inmortalizó a sus sobrinas Concha, Trini y Maricarmen. Mi madre con seis años aparece junto a sus dos hermanas desconocedoras, como todos los demás, que bajo sus pies existía un pozo abovedado.
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​La cancela de hierro hace de frontera entre los patios y el corral, este también estuvo mutilado por dos cuartones: el de la carbonera y el de la miel o de los pájaros. Recuerdo que la carbonera tenía en su interior unos pequeños tabiquillos a media altura uno para el cisco y el otro para el carbón; yo ya los conocí en desuso; mi madre me contó que ella recordaba perfectamente que todos los años se llenaban para la cocina y los braseros de la casa.

En el cuartón de la miel tenía mi abuelo, que durante bastantes años tuvo colmenas, su pequeña industria, allí guardaba la máquina manual de extracción, los bidones y las cajas de las colmenas para reparar, amontonadas. Era una habitación alargada con tres ventanas con tela metálica que siempre estaba cerrada con llave; años después fueron los pájaros de perdiz sus inquilinos y allí pernoctaban.
Recuerdo de niño las cajas con las jaulas de las perdices colgadas en el muro medianero con “Vinagre". Mi abuelo se entretenía a media mañana soleando a sus pájaros. Los trataba con mimo y religiosamente le cambiaba a diario el agua y les rellenaba el comedero con triguillo; dependiendo de la época le picaba bellotas dulces o berros como regalo.
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La planta de arriba de la casa estaba diáfana en su mayor parte excepto dos habitaciones que habían sido acondicionadas en su día como dormitorios. Sus puertas acristaladas y sus techos de cañizo escayolado con ribetes modernistas nos las sitúan en el tiempo.
 
Casi toda la planta de arriba la ocupaba “el cuartón grande”, cada vez que subíamos su puerta, de madera con candado y gatera, nos intrigaba y por el ojo de la cerradura nos imaginábamos lo que habría entre tantos baúles y cajas.
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Cuando mis abuelos compraron la casa vinieron dos religiosas a recoger algunas cosas personales de la familia Neira, apenas una maleta, el resto quedó allí. Había más polilla e imaginación que cosas tangibles, aun así recuerdo una mesa apolillada de juego coja, un reloj de mesa, un calentador de cama de pulido latón, una pistola inglesa de gatillo escamoteable, unas lámparas con las porcelanas rotas, una sombrilla de encaje negro…
Recuerdo la ilusión de mis padres al hacer la obra en la planta de arriba y el interés para respetar todo lo que se pudiese conservar: puertas, arquillos de ladrillo contrapuertas de balcones y suelos de barro…solo el pequeño “cuarto de los jamones” quedó fuera del proyecto que por falta de presupuesto quedó como trastero.

Guardo recuerdos de infancia y juventud en ella junto a mis hermanos y primos, momentos felices y otros tristes.
Cada vez que tengo oportunidad me gusta volver; en invierno para pasar las horas frente a la chimenea y en verano para disfrutar de la quietud de sus patios regados y del olor a jazmín mientras mi madre, con un platillo blanco en sus manos, ahora espera que yo alcance sus  flores sin abrir…  ​​
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1ª parte del nuevo capítulo MARÍA FRANCISCA: Albert Weyer, el ingeniero alemán que llegó a El Pedroso en 1918.
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APUNTES DE LA CASA DE MI ABUELA. 2ª parte.

13/5/2020

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2ª parte: De la heráldica de su escudo y los arcos que atravesaban la plaza.

Desgraciadamente toda la documentación conservada en el Registro de la Propiedad de Cazalla de la Sierra se destruyó en un incendio en 1862, aunque esta fatalidad nos haya privado de más información de uno de los edificios más antiguos y menos trasformados de nuestro querido pueblo, intentaremos reconstruir algo su historia por otros cauces…

No conocemos mención histórica alguna que haga referencia al escudo que blasona la fachada de nuestra casa. No sé si cierta o no, pero es creencia entre los sucesivos dueños de que el escudo es uno compuesto de las familias Ribera Colarte con los Gil de Taboada y Gómez de Avellaneda.
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Por mediación de mi buen amigo Rafael del Campo (que algo le va en ello) hemos podido consultar a una de las personas más preparadas en este campo farragoso de la heráldica; el Marqués de Casa Real D. Luis Valero de Bernabé.
Hombre erudito y conocedor nos alumbra comentándonos que los cuarteles derechos de nuestro escudo nos dicen claramente que pertenecen a los Ribera Colarte, ostentadores en su día del Marquesado de Aguiar.

Los motivos heráldicos que adornan los cuarteles correspondientes a la familia materna no corresponden a la simbología de los escudos de las familias Gil de Taboada ni a los Gómez de Avellaneda; consultadas las armas de las posibles familias no obtenemos resultados.
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​En los primeros, los blasones que adornan sus pazos gallegos de Des y de Barcia-Gil finalizan su yelmo coronándolo con un morrión y aparecen torres o castillos almenados, el característico pez nadando rodeado por ocho cadenas, trece tornillos o bezantes… tan comunes en los blasones de los Gil de Taboada.
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Tampoco hay coincidencia  por anexión de otras familias en las que aparecen un león rampante, tres estrellas, un tablero ajedrezado y una M con dos serpientes enlazadas por la cola.
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Y tampoco los Gómez de Avellaneda nos dan norte al ser sus armas: Cuartelado. Primero: en oro, un roble de sinople; segundo: en oro, una encina de sinople, superada de una estrella de azur de ocho rayos; tercero: en plata, seis pinos de sinople y bordura de gules con trece roeles de oro, y cuarto: en azur, un castillo de plata, sobre media rueda de molino y superado de tres flores de lis de azur. Bordura de gules con ocho aspas de oro.

​Se lamenta D. Luís Valero de que estos cuarteles del escudo tengan motivos comunes en muchos linajes; nos recomienda para su conocimiento veraz el estudio serio de la genealogía de esta familia existente posiblemente en el archivo parroquial. Queda pendiente…

​No aporto mucho pero descarto algo y me conformo con pensar que como toda casa antigua que se precie, debe tener sus secretos (ahí reside parte de su encanto) y la nuestra, por original, lo luce en su fachada.


Los miembros de esta familia probaron su nobleza repetidas veces en las distintas Órdenes, en la Real Chancillería de Valladolid, en la Real Audiencia de Oviedo y en la Real Compañía de Guardias Marinas.

Al igual que en los Gil de Taboada, en esta familia abundaron los títulos y antes de que a Don José de Rivera Tamariz lo nombrasen Marqués de Aguilar, ya le habían concedido los títulos de Conde de Quintanilla y Marqués de San Juan de Rivera a sus muy cercanos parientes don Diego de Rivera y Cotes y don Marcos de Rivera y Guzmán.
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Sabemos que una rama pasó a Sevilla y es en esta en la que Carlos II concede el título de Marqués de Aguiar en 1680 a José de Ribera Tamariz de Mendieta y Figueroa. 
En El Pedroso se emparentan con los Gil de Taboada y como curiosidad diremos que en la actualidad, la heredera legítima del título de Marquesa de Aguiar es una pedroseña centenaria: Carmen Aranda Bejarano.
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En la documentación sobre la casa facilitada por nuestra buena amiga Reyes Ortiz, aparece descrita con minuciosidad y aclara que en realidad son dos: Una casa en la plaza de Consolación y otra en la calle de la Yesca, que unidas forman una sola de 360 varas cuadradas.

Sabemos que su entonces dueño D. José de Cabrera la tenía hipotecada en 2.300 reales a favor del cabildo catedral por el Diezmo de miel y cera y otro de 52 fanegas de pan terciado por la cantidad de 3.909 reales y un cuartillo por el diezmo de potros, becerros y otros. Algunos años después, en 1864, su viuda Ángela Azcarate y Granados muere y le heredan sus hijos el coronel José María, Dolores, María Luisa y María Loreto Cabrera Azcarate. 
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 A la derecha de su entrada tenía por vecino al notario Don Manuel García Valencia, esta misma casa que años después fue la casa de mi abuelo Luis Odriozola y a la izquierda en la casa que años después fue de la familia Molina vivió Antonio Domínguez Moya. Por la espalda daba a lo que entonces se llamaban “los corrales de las casas de la plaza de la iglesia”.
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A estos “corrales” se accedía desde la plaza por el “Callejón de la Yesca”, un portón de madera de dos hojas con un enorme cerrojo (que conservamos) lo dividía del “Callejón de los Ruíz” que tomó este nombre por ser todas puertas traseras de viviendas de esta familia.
Mi padre recordaba de niño una de estas hojas del portón que, desvencijada, permaneció durante muchos años apoyada en el muro trasero del patio de su tía Adela Cataño.


La casa de Diego Rodríguez y la de mi abuela pudieron ser en su día, por su localización y dimensiones, casas consistoriales. El médico José Neira contaba que entre la gente de más edad tenían por cierto y así lo recordaba su hija a mis abuelos, que su casa, la número tres y la de Diego estuvieron en su día unidas por una galería en forma de pasadizo elevado y cubierto.
Su único apoyo estaba en el centro de la calle, desde este y a cada lado, volaban dos arcos que apoyaban en ambos edificios. Esta solución arquitectónica de finales del medievo no era inusual. Se puede admirar hoy en día en Guadalupe en sus arcos llamados “de las Eras” y “de Sevilla” o en el corredor elevado que une las casas episcopales con la casa rectoral del pueblo palentino de Jaraicejo.
Esta tradición oral no tendría más importancia y sería, como otras, un bonito recuerdo más o menos fabulado, pero en unas reformas en la casa de Diego Rodríguez, apareció en la planta primera una puerta tapiada que miraba a la “casa del Secretario” y algunos años después, en otra obra en nuestra casa, apareció una puerta tapiada, junto a un balcón, que descuadrada miraba en línea recta y a la misma altura a la de Diego. Conservamos las curiosas fotos.
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Para no cansar hay que decir que en las sucesivas obras de pavimentación y acerado, en ambas aceras de la Plaza de Consolación, aparecieron fuertes cimientos ajenos a la construcción de ambas casas que aportan poco pero ayudan a la imaginación…
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DE SUS HABITANTES, SUS VICISITUDES Y VIVENCIAS, DE SUS PATIOS Y SUS PROFUNDIDADES.
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APUNTES DE LA CASA DE MI ABUELA. 1ª PARTE

11/5/2020

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Linajudas familias.

No recuerdo quién escribió que la casa de un hombre es su castillo, en el caso de la nuestra, su aspecto exterior lo acentúa; pero es fortaleza dulcificada en su interior con libros y unos patios lleno de flores.
Imagino a Gertrudis sentada  junto al jazmín contándole cuitas a su abuela Doña María Gil de Taboada… 
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Bien pudo haber ocurrido, pero en realidad todo comienza algunos siglos antes. 
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La montuosa Sierra Morena vivía ajena a los grandes cambios que se estaban produciendo en el entorno del Guadalquivir; las ganancias que generaba el comercio de Indias lo habían trasformado.
Las necesidades de Sevilla y su puerto, principal salida para las posesiones de ultramar, hicieron que se revalorizasen en poco tiempo sus dehesas, tierras calmas, olivares y viñedos.
Las linajudas familias Cabrera y Ribera, poseedoras de casas y fincas rústicas y asentadas desde antaño en nuestro pueblo, fueron testigos en aquellos dos siglos de  la llegada de capitales foráneos atraídos por la riqueza agropecuaria de la Sierra Morena.
Estos foramontanos adquirieron tierras y solares donde construyeron sus casas, roturaron fincas donde plantaron vides y olivares y así nuestro pueblo se llenó de castellanos, murcianos, gallegos y hasta algunos genoveses.
Así aparecen en los registros entre los siglos XVII y XVIII apellidos como Ribadeneira y Carballido o algunos de más empaque como Gil de Taboada que terminaron entroncando con las familias pedroseñas de más lustre.
Es muy probable que los miembros de esta última llegasen con el séquito de Don Felipe Gil Taboada, noble ilustrado y rico que vino a ocupar en 1.722 el cargo de Arzobispo de Sevilla.
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Para esta noble familia, este siglo XVIII no fue un mal siglo; aparte del nombrado  Don Felipe, Cayetano Gil Taboada fue Obispo de Lugo y Arzobispo de Santiago de Compostela y otro cercano pariente Francisco Gil de Taboada y Lemos, marino español, fue dos veces virrey: de Nueva Granada y del Perú; sin olvidar que también fue Capitán General de la Real Armada Española.
Oriundos de Lalín, poseían el Condado de Taboada y los Señoríos de Taboada, Villamarín y otros a la vez que mantenían sus dos pazos de Dés y Barcia. Una de sus descendientes, la pedroseña Doña María Gil

de Taboada, contrajo matrimonio con el Regidor del Concejo de la Villa del Pedroso. 
​Don Manuel Gómez de Avellaneda.
Este hidalgo burgalés le dio un hijo: Manuel, que tras estudiar en la academia de oficiales de la Armada de San Fernando sería años más tarde destinado a Cuba. En la isla, siendo oficial naval casó con Francisca Arteaga y Betancourt, una guapa criolla vasco-canaria con la que tuvo a Gertrudis Gómez de Avellaneda.
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Gertrudis residió en numerosas ciudades pero sabemos que entre los años 1838 y 1840 vivió algunos años en Sevilla, pasando temporadas en nuestra  casa, por entonces residencia familiar de los Gil de Taboada en El Pedroso.

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Pero volvamos a nuestro terruño. El edificio,  por su traza, portada y escudo podemos datarlo de finales del siglo XVII o principios del XVIII, cambiando desde entonces muy poco su aspecto hasta la actualidad. Es más que probable que fuese una de estas poderosas familias la que construyó la casa número tres de la plaza de Nuestra Señora de Consolación sobre alguna existente quizá de menos empaque.
Un documento de mediados del XIX describe fielmente su estructura interna y distribución de habitaciones y patios:
“La constituye un zaguán que da entrada a un pequeño tránsito que comunica a otro tránsito o habitación a cuya derecha hay una despensa y de seguida una escalera con ventanas a la cocina: a la izquierda del segundo tránsito una alcoba con ventana a la Plaza de la Iglesia y puerta al zaguán. Una salita con ventana a la Plaza de la Constitución; de seguida otra sala también con ventana a la expresada plaza y otra alcoba con puerta de salida al cuarto segundo tránsito:
“Al frente la cocina con puerta de comunicación a un patio en el que hay un cobertizo en donde entran los fregaderos, este patio comunica a un corral en cuya derecha hay un cuartillo en que está el pozo,
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la mitad del cual corresponde en medianía a la casa número 26 de la Plaza de la Iglesia propiedad de Doña Josefa Blanco y Olivenza; la otra mitad por partes iguales pertenece a la finca de que se trata y a la del número 27 de la mencionada Plaza propiedad de Don José Gil y Cabrera y otro corral con puerta falsa en su planta baja y la alta da entrada una escalera de material a un tránsito dicha habitación de igual extensión que el segundo de la planta baja; a la derecha da entrada un hueco alacena sin puertas ni entrepaños, al frente un cuarto con ventanas al otro frente una sala con dos balcones a la Plaza de la Constitución y a la izquierda una extensa habitación con tres balcones a la Plaza de la Iglesia”.
“La casa calle de la Yesca número tres la constituye su planta baja cocina y un cuarto con ventana a la calle, y la alta de una habitación con ventana también a la calle”.
“Estas fincas se determinan con diversidad de linderos…así como la distribución de la misma finca según la cual según el título ahora presentado tiene solamente como gravamen la servidumbre al predio de Doña Josefa Blanco Oliveros y además la un pozo negro medianía de esta finca y la indicada del Don José Gil Cabrera”.
​
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2ª Parte: De la heráldica de su escudo y el arco que atravesaba la plaza.
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...Y LLEGÓ EL DÍA DE REYES

5/5/2020

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A la espera de nuevas aportaciones, terminan aquí las de este otro autor que quedan encuadras en MIRADAS AL PASAR.  Volvemos a recordar que si hay alguna referencia a la actualidad, corresponden al momento en que el artículo fue escrito. 

Cualquier narración tendrá espacio en CRONICASblog siempre que estén vinculadas  a vivencias pedroseñas, historia o cualquier otra temática sobre el Pedroso y su comarca.
PULSA AQUÍ:
... Y LLEGÓ EL DÍA DE REYES
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Cosas de niños y UNA DE FANTASMAS

4/5/2020

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"Serían entrados los años cincuenta cuando José García, padre, al que todos conocíamos como el Pelón y sus hijos Enrique, Rafael y Pepe, remodelaron la plaza principal de El Pedroso, hoy denominada de Ntra. Sra. de Consolación."...
​

Así  empieza este segundo relato de Tomás Chaves que puedes leer accediendo aquí:
Cosas de niños y UNA DE FANTASMAS
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EL AROMA DE MI HOGAR

3/5/2020

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Como anunciábamos ayer, os dejamos con el enlace al primero de los tres artículos que publicaremos, escritos hace ya tiempo por Tomás Chaves... estamos en mayo y los olores vuelven a aflorar, incluso en estas jornadas el olor a lejía se ha puesto de moda, y al parecer ha vuelto para quedarse. Pulsa aquí:
EL AROMA DE MI HOGAR
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SE BUSCAN ESCRIBIDORES

1/5/2020

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SE BUSCAN ESCRIBIDORES

Pepe Durán.

Hasta aquí ha llegado LA MEMORIA PRODIGIOSA en la versión para las redes sociales que, con dedicación e ingenio, ha desarrollado Tomás L. Chaves para CRÓNICAS blog.

El escribidor tardó casi un año y medio en terminar el libro original: un año de documentación, archivos y entrevistas y varios meses de redacción y correcciones. Al cabo, cree que mereció la pena, sobre todo al comprobar que dos años después de la edición en papel la versión para internautas que aquí termina ha tenido notable audiencia y acogida. Tanto es así que el escribidor, atendiendo a generosos requerimientos, se siente animado para emprender la tarea de abordar una nueva edición del libro que sumaría a los capítulos ya publicados - pero adaptados y refundidos - otros nuevos, con más temas, más colaboraciones y nuevas fotografías e ilustraciones. Será LA MEMORIA PRODIGIOSA. NUEVA EDICIÓN AMPLIADA Y ENRIQUECIDA, que editará LA FUNDICIÓN.
Pero sería una nueva edición diferente porque, al revés que ahora, los capítulos se publicarían primero en las redes sociales y después en papel, conformando un nuevo libro que podría estar terminado para la primavera del año próximo.
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El escribidor desearía, además, que ahora fuera una tarea colectiva; es decir que sea el fruto de la colaboración y participación de todos aquellos pedroseños, de todas aquellas pedroseñas, de todas las personas relacionadas con nuestro pueblo, que puedan aportar historias, datos, recuerdos personales, anécdotas, fotografías o documentos. Se buscan, pues, ESCRIBIDORES.

Desde LA FUNDICIÓN nos pondremos en contacto con quienes deseen colaborar. Para recoger sus aportaciones y facilitarles la tarea, ya sabéis donde estamos:
facebook: 
https://www.facebook.com/LAFUNDICIONELPEDROSO/
email: lafundiciondeelpedroso@gmail.com
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whatsApp: +34 644 91 67 89 (solo wsp).

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No es difícil encontrar ese momento, ese hecho entrañable que parecía estar oculto en un rincón de nuestra memoria y que nos devuelve a un tiempo inolvidable.
El escribidor, por ejemplo, recordaba estos días de coronavirus y confinamientos que en el dintel del presbiterio de nuestra ermita de El Espino hay una tablilla enmarcada que recuerda una gran epidemia de hace casi dos siglos.

​En efecto, a mediados del siglo XIX, años 1.855 y 1.856, hubo una terrible epidemia de Cólera Morbo Asiático. (¿Os suena?) Muchos sevillanos se marcharon de la ciudad para no contagiarse y las autoridades se enfrentaron al gobierno central por el control de la epidemia hasta el punto que la prensa madrileña decía que Sevilla se había convertido en un "cantón sanitario"... No hay nada nuevo bajo el sol.
​
Pero El Pedroso se vio libre de aquel pavoroso Cólera Morbo Asiático. ¿Porqué?
La tablilla que se conserva en la ermita dice textualmente: "A don Nicolás de Lora. Dedicado por la gratitud de este pueblo de El Pedroso por el sublime y elocuente panegírico que predicó en la solemne función de acción de gracias celebrada el 6 de Abril a su patrona, Nuestra Señora del Espino, por haberlo libertado del cólera morbo. 1.856"
​
Hace dos siglos. Un detalle, una chispa, y salta por sorpresa un recuerdo. La memoria es prodigiosa.
(Por cierto, el párroco de ahora Don Francisco, joven e intrépido, no pronuncia "sublimes y elocuentes panegíricos", sino que lanza sus misas, rezos y fervorines a través de la Red. Es un simpático cura youtuber. En eso, sí, algo nuevo bajo el sol)

El escribidor, que es muy amigo de frases, quiere terminar con una de un escritor alemán F.Richter, del siglo XIX, que dice así:
"La memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados"

¿POR QUÉ NO COMPARTIMOS ESE PARAÍSO DE NUESTRO PUEBLO?
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GRACIAS desde LA FUNDICIÓN

...a cuantas personas habéis seguido estos capítulos, por vuestra fidelidad y porque al compartirlos se ha conseguido una magnífica divulgación. Continuaremos con nuevas aportaciones, fomentando el conocimiento de nuestro pueblo.

​Bien sabéis que este
CRÓNICAS blog está abierto a todos, respetando siempre la autoría de las colaboraciones, ya sean gráficas, fotográficas, documentales o narrativas, así que dirigimos este llamamiento, muy especialmente a cuantos ya tienen escritos o conservan material de interés. Y cómo no, agradecer a las más recientes aportaciones a tenor de la publicación del libro: es el caso José Luis Marín que nos da cuenta de una vivencia personal referida a nuestro preclaro Don José Miguel Pérez Ortiz,  y que figurarán en la próxima reedición de tantas "memorias prodigiosas" como esperamos, pero que estando tan cercano el capítulo dedicado a él, nos resistimos a no adelantar.
​Dice así:
​...Recuerdo un día que estábamos varios amigos, todos socios del casino, y el conserje que en aquel entonces era el Sr. Manuel (el de la Carrasca) nos reprendía como siempre, por cómo dejábamos los juegos sin recoger, cosa que era su cometido, pero a ver quién dominaba a un grupo de chavales con 17 o 18 años que nada mas pensábamos en terminar un juego para empezar otro.
Un buen día llega "Pepito el de Doña Eugenia" y viendo el pollo que nos tenía montado el Conserje por lo ya dicho, se pone a escribir un poco retirado de nosotros.
Al cabo de un rato viene y nos dice,
a ver que os parece esto.
El escrito decía:
​

"Dedicado a Manuel, el Sr. Conserje:
Guardé cabras y cochinos
y a todos he dominao
y a los socios del casino
ni con honda ni cayao
los meto por buen camino"


También adelantamos un enlace que nos remite Manuel Arcadio Vela Bellido, que aunque ya lo hemos visto por "las redes", es para recogerlo y hasta profundizar más en esta historia en la que aquellos pedroseños del siglo XV tanto tuvieron que ver: 
EL PUEBLO QUE NO LLEGÓ A EXISTIR
Así que esperamos las aportaciones, o como dice Pepe Duran, "se buscan escribidores", o captadores de historias que recojamos de nuestros mayores y que son auténticos tesoros, tan fáciles de obtener hoy como conectar la grabadora del móvil y que nos cuenten ¡o contemos!. Nos enviáis el archivo por wsp o email, y ya les daremos forma para trasladarlo a estas "páginas". 

Para los siguientes días vamos a insertar distintos enlaces (o su traslado a nuestro blog) de tres relatos que aunque en la línea de LA MEMORIA PRODIGIOSA, solo han sido publicados en la web. Es el caso de MIRADAS AL PASAR en que Tomás Chaves nos lleva directamente a su infancia y a recuerdos personales. Puede que muchos  los hayáis leído, pero ahí quedan para quienes no les llegó. Las referencias a la actualidad son las del momento en que se escribieron.

Os recordamos también distintos temas ya tratados en CRÓNICASblog y que son atemporales, por lo que podéis recuperar su lectura, tanto en el aspecto de la historia de la minería y fundición, como de otro carácter. Puedes acceder pulsando en cada apartado. Recuerda que al abrir, el orden es: primero el último que se publicó, por lo que debes llevar el cursor hacia abajo si quieres un orden cronológico.
​
​1 - MINAS Y FUNDICIÓN
2 - MINAS Y FUNDICIÓN​

​Artículos de distintos especialistas en el tema.
​

3 - PATRIMONIO
​Artículo de José María Odriozola que figura en esta sección por lo detallado de las distintas actividades sobre las que escribe, entre las que destacan los picapedreros, todo ello incardinado magistralmente con recuerdos familiares.
En esta misma sección encontrarás el estudio que hicimos de la Capilla Sagrario, su pequeña historia y su estado de conservación, orientado a propiciar su restauración. (Recuerda, mejor leer por el orden cronológico de los artículos).

SIGUIENTE:
MIRADAS AL PASAR. El aroma de mi hogar.
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APÉNDICES

30/4/2020

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APÉNDICE 1.
​LOS DOS PODERES.


ALCALDES
  • Antonio Gallego Fabián
  • José Moya García
  • Ramón Larraz García
  • Rafael Fenutria Muñoz
  • Antonio Millán
  • Ángel Rubio Sayago
  • Jaime López Llorca
  • Valeriano Ramón Fernández
  • Ángel Aumesquet Tena
  • Diego Rodríguez Falcón
  • SECRETARIOS MUNICIPALES
  • Eduardo de Rojas
  • Joaquín García Díez
  • Luis Plana Camacho
  • José Saez Reche
  • JUECES MUNICIPALES Y DE PAZ
  • Antonio Márquez
  • Eduardo Ruiz Cataño
  • Juan Muñoz
  • Ángel Escobar
  • Enrique Muñoz Policarpo
  • CURAS PÁRROCOS
  • José Verea Bejarano
  • Marcelino Díaz Barona
  • Manuel Mora Montero
  • Francisco Labrador Montero
  • Manuel Fernández Merino
  • Marcial Bustillo Beato
  • Antonio Pastor Portillo
  • Antonio Gálvez López
  • VICARIOS Y COADJUTORES
  • Antonio Hidalgo Mateos
  • José Díaz Márquez
  • José Luis Cortés y Góngora
  • Francisco García Escudero
  • Francisco de los Reyes Valladares
  • José Sánchez Campos.


APÉNDICE 2. 

PROFESORES Y MAESTROS NACIONALES


  • José Díaz
  • Miguel Galán
  • María Díaz Castro
  • Dolores García Camacho
  • Eugenia Ortiz
  • Juan Arca Quinta
  • Manuel González Lozano
  • Domingo Bosada Centeno
  • Concha Capitán Carretero
  • Luisa Morales
  • José Reina Martín
  • Ángel Roldán Aguolo
  • Ana Estrada Parra
  • Agustín Álvarez González
  • Juana Camello
  • Concha Gómez Fé
  • Rafael Mantilla Rodríguez
  • Luis del Valle Gómez
  • Antonio Márquez
  • Joaquina Martínez Larreta
  • José Ángel Pérez
  • Waldo Cataño Madroñal
  • Manuela Ruiz Ramírez
  • Francisco Jiménez Porcel
  • Luis Camacho Martínez
  • Eloísa Aurelia Chamarro
  • Luisa León
  • María López
  • José Luis Fernández
  • Antonio Amador


APÉNDICE 3.
MUJERES: Más allá de sus labores.


COMADRONAS


  • Matilde Sánchez Lozano
  • Josefa Martínez Muñoz
  • Esperanza Cerro

TELEFONISTAS

  • María Ayo Pérez
  • Carmen Ayo Pérez
  • Manuela López
  • BORDADORAS
  • Delfina Gómez
  • Rosario Navarro
  • Luisa Rodríguez
  • Felisa Alejo
  • Ángeles Romera

MODISTAS Y COSTURERAS

  • Encarnación Aguirre
  • Carmen Ayo
  • Hijas de Cabrera
  • Carmen Carballido
  • Encarnación Carrascosa
  • Estefanía Ruiz
  • Expectación Tinoco
  • Carmen Capitán
  • Ángeles Merchán
  • Reyes Neyra
  • Remedios y Magdalena Barrera
  • Ángeles Galván
  • Rosario García
  • Espino Alonso
  • Carmen Gallego
  • Regina Alcalde
  • Concha Gallego
  • Rosario Ruiz
  • María Rubio
  • Mercedes Gutiérrez
  • ESTANQUERAS
  • Maravilla Gallego
  • Amalia Lara
  • Carmen García
  • Carmen Cruzada
  • Berenice Recio


APÉNDICE 4. 
​

LAS HUERTAS FERACES


  • La Huerta Andrea
  • Huerta la Noria
  • La Huerta Cataño
  • Las Alberquillas
  • El Huerto de Arriba
  • La Huerta de Angerdia (Ángel Díaz)
  • El Huerto de la Sierra
  • La Huerta del Tardón
  • El Huerto de la Lima
  • El Granadal
  • La Argamasilla
  • La Gandula
  • El Medio Almud
  • La Huerta de la Paula
  • La Huerta Carrión
  • El Huerto de la Loba
  • La Huerta de Alejo
  • La Huerta de los Jerichales
  • La Huerta de San Rafael
  • La Huerta del Papafrita
  • La Huerta de Hermenegildo
  • La Huerta de Mari Pepa
  • La Huerta Fernández
  • La Huerta Domingo
  • La Huerta de Antonio Cataño
  • La Huerta del Guindo
  • La Huerta la Antequerana
  • La Huerta de los Sevillanos
  • La Huerta de los Pérez
  • La Huerta de Pelagia
  • La Huerta del Chupe
  • La Huerta de Cirilo.


APÉNDICE 5.
EL PAN Y EL VINO.


PANADERÍAS


  • José Lozano
  • José y Fructuoso Raigada
  • Francisco Gómez
  • Manuel Alejo. “San José”
  • Antonio Valero
  • Agripino Herrera
  • Onofre Herrera. “La máquina”
  • Francisco Gómez. “Madruga”
  • José Ruiz Muñoz

TABERNAS

  • Enrique Tirado
  • José Cantos “El Nene”
  • Antonio Ridruejo
  • Casa Cándido
  • Casa Peral (José Delgado)
  • Antonio Dieguez
  • Casa Arriscado (Adolfo Hidalgo)
  • Casa Vinagre (Antonio López)
  • Ana Linares
  • Casa Antúnez
  • Casa Jacinto (José González Vera)
  • Manuel González “El Cano”
  • José Delgado Marín
  • Bar Jaime (Jaime Alonso)
  • Carmen la Antoñina
  • Manuel Martínez
  • La tasca de Pepe Díaz
  • Bar el Carrero
  • Taberna del Cencerrilla
  • Pepe el de la Jirbana
  • Francisco Alonso
  • Fermín Núñez
  • Bodega Los Palacios
  • Guillermo González
  • Dolores Díaz
  • Eloy Falcón


APÉNDICE 6.
TIENDAS Y TENDEROS.


TEJIDOS, ULTRAMARINOS Y COLONIALES



  • Ramón Larraz
  • Rosario Morilla
  • Viuda de Morejón
  • Fermín Núñez
  • Antonio Ayo
  • Francisco Silva
  • Luis Rubio Jiménez, “Sobrino de Larraz”
  • José María Durán Castillo
  • Manolita Jiménez
  • Francisco Rojas
  • Serafín Raigada
  • Antonio López “Tío del Tocino”
  • José González González
  • Antonio Pérez Lagares
  • Alberto Caro
  • José López, “El Barato”

COMESTIBLES

  • Josefa Rodríguez Leceta
  • Dolores Caneo
  • Rosario Morilla
  • Lucas Falcón
  • Rafael Cataño Moya
  • Rosario Fernández
  • Enrique Forcada
  • Carmen Hidalgo
  • Rosario Lozano
  • Carmen Sánchez
  • José Rodrigo Pozo
  • Antonio Lozano
  • Antonio Ruiz
  • Rafael Cataño
  • La Quesita
  • Juan Gómez Bustamante
  • Carmelo “Cajilla”
  • José García Alejo
  • Rosario Morilla Rodríguez
  • Rafael Alonso Ayo
  • Laureano López Marín
  • Viuda de García Parra
  • Jesús Valencia Gallego
  • Viuda de Rojas

​
APÉNDICE 7. 

LISTÍN DE TELÉFONOS AÑOS 50.


​Nº        Titular                   Actividad
1 Ayuntamiento
2 Luis Rubio Jiménez Tejidos
3 Juan del Campo García Ganadero
4 José Ruiz Muñoz Panadería
5 Diego Rodríguez Herrera Corcho
6 Enrique Muñoz Policarpo Droguería
7 Ángel Aumesquet Tena Farmacia
8 Jaime López Llorca Tratante ganado
9 Arturo Rodríguez Martínez Corredor
10 ?
11 Manuel Rodríguez Fonda
12 Braulio Jiménez Ganadero
13 Guardia Civil
14 María Muñoz Rodríguez Fonda
15 Viuda de Pérez Tristán Fonda
16 Amparo Guerra Guillén Minas
17 Viuda de Virola Carrero Transportes
18 Fructuoso Raigada Panadería
19 José a. Vázquez Cebollero Carbones
20 Cataño y López Fábrica de jabones
21 Bar Jacinto Bar
22 ?

23 Antonio López Bautista Bar
24 Hilario del Camino Finca Las Jarillas
25 Manuel Carretero Finca Montegil
26 Rosario Fernández Comestibles
27 Eduardo Lora Agente comercial
28 Amauri Fernández Ganadero
29 Hijos de Lucas Falcón Mosaicos
30 Ignacio Espino Moyano Taller mecánico
31 Falange Española
32 Antonio Falcón Tirado Veterinario
33 Baldomero Jiménez González Ganadero
34 Rafael Jódar Arnaud Ganadero
35 Enrique Forcada Cabanellas Comestibles
36 Pedro Cantarero Falcón Cordelería
37 Lorenzo Chaves Gálvez Droguería
38 Manuel Rubio Jiménez Aguardiente
39 Destacamento de Artillería Fábrica de El Pedroso
40 Santa Emilia Fábrica de luz
41 Francisco López García Industrial
42 Luis Cantarero Falcón Transportes
43 Adolfo Falcón Gallego Cines
44 Diego Rodríguez Herrera Corcho
45 Luis Odriozola Ortiz Médico
46 Alejandro Jiménez Fernández Ganadero
47 Cataño y López Aceites
48 José María Durán Castillo Tejidos
49 Fernando Granell Fuerte Veterinario
50 ?
51 Antonio Díaz Reales Taxi

52 J. Gallego García
53 Ignacio Guerrero Pinelo Tejidos
54 Onofre Herrera Mariscal Panadería


​
APÉNDICE 8. 
MOTES, ALIAS Y APODOS
Por orden alfabético y sin artículos

A
  • Abuela
  • Agüita
  • Alcalde de cartón
  • Alemán
  • Algarrobo
  • Aligera
  • Almendrilla
  • Amondo
  • Antequerana
  • Artillero
  • Arrancarraíces
  • Arriscao
  • Arrinquina
  • Avanza
  • Avejaruco
  • Avellana
  • Avellanita
B
  • Balilla
  • Bantistón
  • Barreno
  • Barón tanaca
  • Barro
  • Batato
  • Bellota
  • Benigno
  • Berruguita
  • Bibi
  • Bicho
  • Bigote
  • Binlorti
  • Biñolito
  • Bisteles
  • Bizco
  • Bocacha
  • Bocahierro
  • Bocatuerta
  • Bodega
  • Bola
  • Bolero
  • Bomba
  • Borrego
  • Botellita
  • Brochonero
  • Buchiquina
  • Buchito
  • Buenas tardes
  • Búfalo
  • Bulla
  • Burrita
  • Burriquita
C
  • Cabarcante
  • Cachano
  • Cacharrera
  • Cachimba
  • Cachito pan
  • Cacho josé
  • Cagalera
  • Caganios
  • Cajilla
  • Cala
  • Calambre
  • Calavera
  • Caliche
  • Calzones blancos
  • Calumnia
  • Callao
  • Camachas
  • Cambiaduros
  • Camión la peste
  • Camita
  • Camuña
  • Canano
  • Canario
  • Canito
  • Cano
  • Cantaó
  • Cantaora
  • Cántaro
  • Cantinela
  • Cantinflas
  • Capachas
  • Capachín
  • Capón
  • Caracoles
  • Carderero
  • Carmona
  • Carota
  • Cartujo
  • Carrero
  • Casas vivas
  • Cascarillas
  • Cástulas
  • Cavallanti
  • Cazallita
  • Cebollera
  • Cencerrilla
  • Cerdo
  • Cerona
  • Cerote
  • Cinta
  • Cipote
  • Cobertón
  • Cojo china
  • Cojo rincón
  • Colilla
  • Colombo
  • Colorao
  • Comerrabos
  • Cometa
  • Comparito
  • Conejito
  • Conejo
  • Corbata
  • Coroná
  • Cortaílla
  • Corteza
  • Cortima
  • Cosario del cielo
  • Cosca
  • Cote
  • Cotufa
  • Cristobita
  • Cuatro gordas
  • Cuatro vientos
  • Cuchara
  • Cuerno
  • Cuin
  • Culebra
  • Culo en pompa
  • Cura
  • Curita
  • Currita
CH
  • Chá
  • Chafandina
  • Chamarin
  • Chamizo
  • Chapona
  • Chara
  • Charneco
  • Chatín
  • Chato
  • Chato tía ana
  • Chicha
  • Chinorrinas
  • Chisma
  • Chocolate
  • Chocho eléctrico
  • Chocho loco
  • Chocho tonto
  • Chola
  • Chorro
  • Chorrobaba
  • Chorro humos
  • Choto
  • Chubasco
  • Chulo
  • Chupe
  • Churratiesa
  • Churrero
D
  • De mano
  • Diega
  • Diente de oro
  • Divina
  • Doctor
  • Dormío
  • Dornillo
  • Duende
  1. de las alberquillas
  2. de la jarosa
  3. de quintanilla
​E
  • Engañalosetas
  • Entrefino
  • Escarola
  • Esparraguilla
  • Etiqueta​
F
  • Fandango
  • Fanega
  • Fátimo
  • Feo
  • Fiambrera
  • Flores y letras
  • Fogata
  • Forinche
  • Fortuna
  • − 187 −
  • Francés
  • Fogonazo
  • Fosforilla
G
  • Gachopín
  • Gafa
  • Galgo
  • Gallo pelao
  • Gamberro
  • Gandalla
  • Garbancito
  • Garrucha
  • Garza
  • Gato
  • Garufa
  • Gayito
  • Gorila
  • Gorriato
  • Grajeño
  • Grapo
  • Grillo
  • Guapo
  • Guarra
  • Guindilla
  • Guita
  • Guri
H
  • Haba
  • Habichuela
  • Hiroito
  • Hotele
J
  • Jabalí
  • Jabas verdes
  • Jabego
  • Jabonero
  • Jarales
  • Jaramillo
  • Jarero
  • Jabalquinto
  • Jerichales
  • Jeringa
  • Jetazo
  • Jilguero
  • Jilla
  • Jiménez tonterías
  • Jirbana
  • Juanito bigote​
  • Juan gandula
  • Juanela
K
  • Kito

L
  • Laberinto
  • Lagarto
  • Lagaña
  • Lajilla
  • Lamparilla
  • Lana
  • Latero
  • Lavatripa
  • Lavija
  • Leceta
  • Lechuza
  • Legañitas
  • Legendra
  • Legionario
  • Lerna
  • Liebre
  • Liebro
  • Limpio
  • Lino
  • Linterna
  • Lirio
  • Lito
  • Lobo
  • Lolo
  • Lomo
  • Longina
  • Lunita​
​M
  • Madroñala
  • Madruga
  • Majarza
  • Malarmo
  • Malito
  • Malo
  • Malos pelos
  • Manco
  • Mandanga
  • Mano
  • Manolico
  • Manolito risa
  • Manteca
  • Manzana
  • Manzanilla
  • María la macho
  • Maristany
  • Martingala
  • Mataleyes
  • Mazantini
  • Mazorca
  • Melopa
  • Mema
  • Memo
  • Mendoza
  • Mengañate
  • Meona
  • Merendilla
  • Michele
  • Micheli
  • Migas perdidas
  • Milésima
  • Millonario
  • Mimbrales
  • Minuto
  • Miracielo
  • Mírame
  • Mirlo
  • Mirlo blanco
  • Miseria
  • Mico
  • Mocoso
  • Moea
  • Mojino
  • Mona
  • Monstruo
  • Morcillón
  • Morena
  • Morgaño
  • Moro
  • Mosca
  • Mosqueta
N
  • Nabito
  • Naque
  • Navajilla
  • Navaliche
  • Negocio
  • Negrete
  • Negro pelota
  • Negro zumbón
  • Nene
  • Niño de la niña
  • Niño de la virgen
  • Niño rosa
  • Niño vela
  • Nono
Ñ
  • Narre
O
  • Olvido
P
  • Pailón
  • Paito
  • Pájaro
  • Palacia
  • Palmillo
  • Palmeña
  • Paloma
  • Papafrita
  • Papanata
  • Parrita
  • Pascasio
  • Pasita
  • Pata
  • Patrás
  • Paturra
  • Pariente
  • Paturrano
  • Pavita
  • Pavo
  • Payasa
  • Pecho adelante
  • Pecho paja
  • Pedrito bulla
  • Peine
  • Pelagio
  • Pelao
  • Peliche
  • Pelones
  • Pelotas
  • Peo
  • Pepete
  • Pequeña
  • Peral
  • Perromalo
  • Pescaero
  • Petaca
  • Petate
  • Picarona
  • Pija
  • Pijilla
  • Pileta
  • Pilongo
  • Pimentón
  • Pinchu
  • Pindango
  • Pindo
  • Piojito
  • Pinguin
  • Pirinolo
  • Pitingui
  • Pitraco
  • Plancha
  • Platanito
  • Polina
  • Polinaria
  • Polvorilla
  • Pollo
  • Poro
  • Potito
  • Potoco
  • Primilla
  • Prin
  • Pringuilla
  • Pujarra
  • Punta
Q
  • Quesita
  • Quito
  • Quince arrobas

R
  • Rabazo
  • Rana
  • Rara
  • Rarra
  • Rata
  • Rebaná
  • Reina las coles
  • Repión
  • Repuesto
  • Requeté
  • Retaca
  • Rey
  • Reyes católicos
  • Riaño
  • Rifaó
  • Rinquin
  • Risa
  • Robin
  • Rocambú
  • Rosquete
  • Rucho
S
  • Sabanilla
  • Sabio
  • Sablazo
  • Sal y busca
  • Saleri
  • Sampa
  • Sarandita
  • Serón
  • Serrano
  • Sevillana
  • Siete hombres
  • Siete peos
  • Siete tonos
  • Silencio
  • Sillero
  • Sin sombreo
  • Sofocón
  • Soldao
  • Sopa
  • Soreja
  • Soria
  • Sota
T
  • Tacañona
  • Taco
  • Tarta
  • Tarugo
  • Te la corto
  • Tempranillo
  • Termos
  • Tinajita
  • Tío los ajos
  • Tío del puro
  • Tío las penas
  • Tío el tocino
  • Tío tuno
  • Toto
  • Tobala
  • Tomate
  • Tomiso
  • Tordo
  • Tormenta
  • Torrica
  • Traga raíces
  • Tres cuartas
  • Triquitraque
  • Trotalindes
V
  • Vaca
  • Vaina
  • Vareta
  • Vejiga
  • Vela
  • Venaíta
  • Veneno
  • Verraco
  • Viboro
  • Vinagre​
Y
  • Yegua
Z
  • Zagalito
  • Zahurda
  • Zapatera
  • Zapatones

​
APÉNDICE 9. 
VÍCTIMAS DE LA GUERRA CIVIL


Ejecutados entre agosto y diciembre del 36
  • Manuel Acedo Vázquez
  • José Manuel Alcalde Fernández
  • José Barragán Castro
  • Trinidad Benítez Aranda
  • José Brenes González
  • José Cabello Díaz
  • Manuel Calero Montesolo
  • José Camba Ortega
  • Manuel Capitán Rivero
  • Luis Carrera Palomo
  • Enrique Cataño Brenes
  • Facundo Cataño Brenes
  • Rafael Cebollero
  • Aniceto Cuadrado Caballero
  • Manuel Cháves Torres
  • Juan de Dios López
  • Miguel de Dios López
  • Benito Durán Mendoza
  • Antonio Durán Rubio
  • José María Espino Carmona
  • José Fernández Merino
  • José Fernández Ramos
  • Manuel Fernández Ramos
  • Antonio García Alonso
  • Juan García Ávila
  • José García Carrasco
  • Manuel García Rubio
  • Francisco Gilavert Ayo
  • Antonio Gilavert Valero
  • Nicolás González de la Herranz
  • Pedro González de la Herranz
  • Manuel González Alonso
  • Teodoro González Cabeza
  • Antonio González Lozano
  • José González Navarro
  • Braulio Guerrero Murillo
  • Dolores Hernández Aranda
  • Juan Hernández Bermejo
  • José Jiménez Sayago
  • Marcelo Jiménez Sayago
  • Dolores López Brenes
  • Antonio López García
  • Antonio López Santiago
  • Anselmo López Vázquez
  • José Manuel Lozano Andrada
  • Eleuterio Marín Cocinero
  • Antonio Martínez Aranda
  • Trinidad Montero Hernández
  • Manuel Montero Hernández
  • Félix Morejón Romero
  • Diego Muñoz Cañete
  • Adolfo Muñoz Valor
  • Antonio Muñoz Valor
  • Francisco Muñoz Valor
  • Isabel Murillo Rodríguez
  • Rafael Navarro Mayo
  • Agustín Nieto Miguel
  • Francisco Ortega Sastre
  • Eduardo Ortiz Marín
  • José Pardo Cano
  • Manuel Pérez Telléz
  • Rafaela Pozo Enríquez
  • Antonio Riestra Marín
  • Manuel Rodríguez Molina
  • Cayetano Romera Morejón
  • Manuel Romero Longo
  • Rafael Rosendo Muñoz
  • María Rosendo Pozo
  • José Rubio González
  • José Salguero Fernández
  • Apolinar Sánchez
  • Melchor Siqueria Rodríguez
  • El Cano de la Macrina (apodo, nombre desconocido)
  • El Quemao de la Pincha (apodo, nombre desconocido)
  • El Piri (apodo, nombre desconocido)
  • Antonio el Pilongo (apodo, nombre desconocido)
  • Isaías (apellidos desconocidos)

Ejecutados en 1.937 y años posteriores
  • Antonio Acedo Vázquez
  • Emilio Acedo Vázquez
  • Francisco Brenes González
  • Diego Cabanillas Carrillo
  • Pedro Cantos García
  • Antonio Cantos González
  • Serafín Díaz Enrique
  • Francisco Durán Rubio
  • Eduardo Martínez Marín
  • José Reina Cabello
  • Luis Robles Rodríguez
  • Eduardo Rodríguez Martínez
  • León Rodríguez Reina

Ejecutados por colaboración con la guerrilla republicana
  • José Ayo Muñoz
  • Antonio Bozada Centeno
  • Clemente Cano González
  • José Díaz Delgado
  • José García Ávila
  • Joaquín García Martínez
  • Manuel González Cebollero
  • Guzmán Guerrero Murillo
  • Rafael Hernández Grueso
  • José Jiménez Muñoz
  • Antonio López Hidalgo
  • Francisco Lozano Andrada
  • Juan Muñoz Arteaga
  • Alfonso Nieto González
  • Carlos Oliver Sobera
  • Manuel Pérez Ávila
  • Serafín Raigada Lara
  • Francisco Rojas Dávila
  • Agustín Salguero Fernández
  • Cristóbal Segura Barragán
  • Fallecidos en prisión
  • Celestina Bazo Barroso
  • Rafael Algarrada Belmonte
  • Francisco Gallego Bozada
  • Antonio Mateo Marín
  • Isidro Muñoz Rodríguez
  • Valeriano Vela Rodríguez

Fallecidos en combate del ejército republicano
  • Antonio García Carrasco
  • Ramón Gutiérrez Moreno
  • Antonio López Sánchez
  • Francisco Muñoz Muriel
  • Plácido Rodríguez Antúnez
  • Manuel Rubio Sayago

Fallecidos en combate del ejército nacional
  • Francisco González Gómez
  • Manuel González de la Herrán
  • Manuel Reina Fernández
  • Antonio Longo Moya
  • Joaquín Muñoz Valor
  • Clemente Ridruejo Ayo​  
NOTA
​
A pesar de los numerosos estudios, investigaciones y cotejos que se han hecho durante los últimos años, esta relación puede estar incompleta o tener algún error; pero su autenticidad está contrastada documentalmente.


APÉNDICE 10. TOPONIMIA
NOMBRES DE LUGARES DEL TÉRMINO MUNICIPAL
  • LA JAROSA
  • LA PORRILLA
  • LA MADROÑERA
  • LA PIEDRA DE LA MORA
  • LA PIEDRA DE JUAN REALES
  • EL ARCALAGUA (ARCA DEL AGUA)
  • EL CUCU
  • CERRO SAN CRISTÓBAL
  • CERRO LA LIMA
  • CERRO MONTILLA
  • CERRO DE LA MINA NUEVA
  • LAS UMBRÍAS DEL INFANTE
  • ARROYO DEL PARROSO
  • CERRO GUILLERMO
  • ARROYO SAN PEDRO
  • ARROYO HONDO
  • REGATO DE LA ROLAVA (ARROYO DE LAVAR)
  • CHARCA DE LA PIZARRA
  • CHARCA DEL NEGRO
  • BARRANCO SEVILLA
  • VEREDA DE LAS LAJAS
  • VEREDA DEL CAÑUELO
  • TROCHA DE LA FÁBRICA
  • CAMINO DE VAL PERDIDO
  • MANCHALLANA
  • EL CASCAJOSO
  • SOLANA DEL ALMENDRO
  • ALTO DEL AZULAQUE
  • ALTO DE QUINTANILLA
  • NOMBRES DE MINAS
  • LA LIMA
  • MONTEAGUDO
  • JUAN TENIENTE
  • NAVALÁZARO
  • EL REDONDILLO

NOMBRES DE LA FINCA DE PROPIOS DE
LA JAROSA

(Paco López, autor de esta toponimia, constata que algunos de estos lugares han desaparecido bajo las aguas del Pantano del Huéznar).
  • HOYO DE LOS PEINES
  • LLANO DEL LIRIAL
  • VEREDÓN DE LA MIEL
  • EL MORAL
  • CUERNAVACA
  • LOS COLAILLOS
  • CAÑADA DEL MÉDICO
  • CUADRAJÓN PERDIDO
  • CACHÓN DE LAS TRES ENCINAS
  • PARDILLO
  • CORONAO
  • ALAMILLO
  • LA SEÑUELA
  • LOS LODOS
  • LA VEGA DE LA MIMBRERA
  • LA FLORIDA
  • LA JOYA
  • CERRO MIMBRALES
  • DOS HERMANAS
  • PUERTO DE MATACONEJOS
  • CAÑADA DEL RAYO
  • CERRO PERICO
  • CURRO LARA
  • LOS LLANOS DE DON ISIDRO
  • LOS NARANJOS
  • CAÑÁ HERRÁ
  • CERRO BLANCO
  • VADO DE LOS DIEZMEROS
  • VADO DE LA HIGUERA
  • LLANO DEL MESTO
  • VADO DE LA ALPERCHINERA
  • LA TABLADILLA
  • RIBERAS Y CORRIENTES DE LA JAROSA
  • RIBERA DEL HUÉZNAR
  • RIBERA DEL GUANAGIL
  • ARROYO DE LA VILLA
  • REGAJO DEL LOBRERO
  • REGAJO DE LA ENEA
  • REGAJO DE LAS ALPERCHINERAS
  • REGAJO DE LA PARRILLA
  • REGAJO DEL CORCHUELO

ARCHIVOS Y BIBLIOGRAFÍA
  • BIBLIOTECA NACIONAL. Archivo de prensa y revistas.
  • ARCHIVO DEL JUZGADO MUNICIPAL. El Pedroso.
  • ARCHIVO HISTÓRICO MILITAR. Sevilla
  • ARCHIVO PARROQUIAL DE EL PEDROSO. José Cortés Gallego.
  • COLECCIÓN DOCUMENTAL DE PACO LÓPEZ. El Pedroso.
  • HEMEROTECA MUNICIPAL DE SEVILLA.
  • Víctimas de la represión en la provincia de Sevilla. José María García Márquez y Eva María Fernández.
  • La guerra civil en Sevilla. La represión en ambos ban-dos. Nicolás Salas.
  • La UGT de Sevilla. José María García Márquez.
  • Tiempo pasado. Rafael Medina. Duque de Medinaceli.
  • Historias de las cenizas. Ángel del Río.
  • Guerrillas españolas 1.936 – 1.960. Eduardo Pons Prades.
  • Colecciones archivísticas de Antonio García García.
  • Cuadernillo del Arcalagua. Luis Odriozola.
  • REVISTAS DE FERIAS Y FIESTAS. El Pedroso.
  • GUÍA DE SEVILLA Y PROVINCIA.
  • FOTOGRAFÍAS: Imágenes para el recuerdo de Winoco Marín y colección familiar del autor, añadiéndose en la edición digital de CRONICASblog, de Juan Cabeza, Diego Chiclana, Tomás L. Chaves y Archivos de La Asociación Cultural LA FUNDICIÓN de El Pedroso.
  • ILUSTRACIONES: Tau Cruz para la edición digital de CRONICASblog.
  • – WEB todoslosnombres.org.
  • – BLOG losotrosnombres: héroes y mártires blogspot.com

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LA MEMORIA PRODIGIOSA. EPÍLOGO: Los sueños pendientes.

29/4/2020

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EPÍLOGO: LOS SUEÑOS PENDIENTES
​
Manuel Aranda Carrera, el pedroseño que nació con el siglo XX, justamente el primer día de enero de 1900, fue un hombre longevo. Llegó a la juventud con los sueños perdidos de los años 20, fue testigo de la trágica Guerra Civil y de la dureza de la posguerra y alcanzó a vivir las consecuencias que tuvo para su pueblo el drama de la emigración. Murió a los 91 años, en Sevilla, en vísperas de Reyes, el 5 de enero de 1991. Durante su larga vida conoció y convivió con los pedroseños que han ido apareciendo en estas páginas: Pepito Doña Eugenia, Jiménez Tonterías, Miguel el sochantre, doña Concha la Médica, Maristany, el cura don Manuel Fernández, Capachín, Ángel Rubio, “La Quesita”, Segundito y “el Doctor”, Waldo Cataño, Venancio Cantarero y tantos otros personajes. Todos ellos, ya fallecidos, se antojan protagonistas de una obra teatral que se ha desvanecido en el tiempo. Han vuelto a estos recuerdos de papel, gracias a la memoria prodigiosa de otras generaciones que también miran ya al pasado “desde la última vuelta del camino” en expresión barojiana.


Las calles y plazas pedroseñas, donde aquellos personajes representaron los papeles que el destino les asignó, siguen siendo las mismas, pero ahora, durante 
muchos tramos del día, suelen estar ​extrañamente solitarias, quietas y silenciosas.
El silencio y esa quietud se rompen a mitad del día cuando por la costanilla de la ​
Barriada de San Cristóbal bajan en tropel
los alumnos del Instituto de Secundaria “Anibal González”. Chichas y chicos, juntos y sin complejos, libres, mochilas a la espalda y móviles en la mano, se dispersan hacia sus casas. No hablan de arrobas ni de barreños, de catafalcos o estraperlo, de fanegas o majadales, de hisopos o matracas, de tahonas, tinados o zahúrdas: su lenguaje es el de los blogs, las webs, podcast, sms, chats, whatsapp, twitter, fake, gamer o hacker. Es el signo de los tiempos.
Han tenido clases y talleres de tecnología, de idiomas, de ciencias aplicadas, de lengua y literatura, de música o de creación audiovisual. Y sueñan con ser biólogos, médicos, ingenieros, maestros, informáticos, economistas, enfermeros, filólogos, periodistas, psicólogos o técnicos.
Tienen sus sueños pendientes.
Pero, ¿los perderán como se perdieron los sueños de Elorza, Zabalza Tajonar, Larraz, Rubio, Latorre, Guerra Sevillano o Serrano Jiménez?
¿Qué haremos, y qué harán ellos, para que sus sueños pendientes sean realidades futuras para su pueblo?
La historia nos ha dado una gran lección.

Aprovechémosla.
​
​
El Pedroso, otoño de 2017.

PRÓXIMO. Con nombres en cada apartado.
APÉNDICES: LOS DOS PODERES - PROFESORES Y MAESTROS NACIONALES - MUJERES: Más allá de sus labores - LAS HUERTAS FERACES - EL PAN Y EL VINO - TIENDAS Y TENDEROS - LISTÍN DE TELÉFONOS AÑOS 50 - MOTES, ALIAS Y APODOS - VÍCTIMAS DE LA GUERRA CIVIL - TOPONIMIA - ARCHIVOS Y BIBLIOGRAFÍA
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LA MEMORIA PRODIGIOSA. Capítulo XXIX: El hombre que miraba al cielo.

28/4/2020

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EL HOMBRE QUE MIRABA EL CIELO

De haberlo conocido Antonio Machado le habría servido de inspiración para su famoso verso: “Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”.
Pepe Lora que a sus 94 años es el decano de los pedroseños –mujeres aparte– es esencialmente un hombre bueno en el sentido machadiano del verso.
Nació el 15 de junio de 1923 en la antigua calle del Arroyuelo, cuyo nombre cambió a principios de siglo el Ayuntamiento para dedicársela al político gaditano, libertador de esclavos, masón y tres veces presidente del gobierno Segismundo Moret. Y en la calle Moret, una de las principales del pueblo, ha transcurrido toda su larga vida y en ella sigue recordando sus juegos infantiles –“A la puerta del Perro Malo…” – y cómo de su casa, encalada, ordenada y limpia como los chorros del agua, salía cada mañana para ir a la escuela: Don Rafael y Don Luis, entre otros, le enseñaron las primeras letras y las cuentas, la escritura, la geografía, la historia y la religión.
A la vuelta de las clases, los chiquillos se entregaban a toda clase de juegos y, como quiera que la mayoría de las calles y plazas eran terrizas, volvían a sus casas sucios y llenos de barro o polvo, según la época del año. “Hay que escamondarlos”, decían entonces las madres mientras preparaban una tina con agua, como si aquellos niños fueran árboles frutales a los que limpiar de ramas y hojas.
En las casas, claro, no había cuartos de baño, y a Pepe lo lavaba su madre, Jesús, en un baño de zinc con el agua calentada al sol. Y cuando llegaban fiestas grandes como la Pascua, el Corpus o la Virgen, al niño no sólo había que escamondarlo, sino también perfumarlo. Para ello, su madre echaba en el agua tibia del barreño plantas aromáticas que crecían en vados y arroyuelos pedroseños: a veces eneldo, espliego o lavanda; otras, poleo, tomillo o salvia. Era un baño en verdad deleitoso.
Tenía Pepe sólo seis años cuando un día de junio de 1929 oyó un gran ruido en el cielo, un zumbido fuerte y persistente. Salió a la calle, miró al cielo y vio la enorme silueta del zeppelín que se desplazaba proyectando una grande y alargada sombra sobre el pueblo. Los pedroseños no daban crédito a lo que veían: el famoso dirigible sobrevolaba el San Cristóbal, el caserío del pueblo, la Porrilla y la Madroñera y seguía rumbo a Sevilla. Era tres veces más grande que un gigantesco Boeing actual, se desplazaba a 100 kilómetros por hora y volaba tan sólo a poco más de 200 metros de altura: parecía que iba a chocar con el campanario de la iglesia. El dirigible, que había salido de Madrid aquella mañana, iba camino de Sevilla en un vuelo de exhibición con motivo de la Exposición Iberoamericana que se inauguraba aquel año. No hubo más motivos de comentarios en el pueblo durante mucho tiempo. El gran zeppelín sólo estuvo unos minutos sobrevolando el cielo pedroseño, pero dejó su huella en la memoria colectiva.
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La noticia en la prensa de aquellos días.

Cuatro años después, una noche de octubre de 1933, Pepe, al que le gustaba mirar al cielo durante horas, maravillándose de la grandeza del universo, quedó extasiado ante otro fenómeno: una lluvia de estrellas excepcional, unos bólidos luminosos y fugaces, las Dracónidas, que ese año, debido a las favorables condiciones atmosféricas pudieron observarse en toda Europa con una claridad inusual. Aquella tormenta de estrellas fue un espectáculo también asombroso.
Fue superado, sin embargo, cinco años más tarde por una inesperada, insólita y extraordinaria Aurora Boreal. Pepe recuerda que en enero de 1.938, exactamente el día 26, cuando España llevaba ya 18 meses desangrándose en una guerra fratricida, una violenta e inmensa luminaria surgió de los cerros que protegen al pueblo. Todo se iluminó con un brillante resplandor rojo que duró toda la noche. 
El Observatorio del Ebro –la aurora se vio en toda España– la describió como “un gigantesco abanico abierto hacia el cielo de intenso color rosáceo, atravesado por bandas de luz más blancas y brillan-tes, cual si procedieran de potentes reflectores enfocados al zenit”.
​
En El Pedroso, aquella Aurora Boreal –en realidad una Aurora Roja produjo 
admiración, primero, y sorpresa; luego, miedo y desconcierto porque estando en plena guerra civil se pensó que podría ser un bombardeo. Ha pasado a la historia como la 
“Aurora de sangre” por la que estaba siendo derramada por los campos de España.
La guerra había terminado cuando en 1.942, con 18 años, Pepe Lora decidió cumplir el servicio militar como voluntario y eligió la Marina, pensando quizá que le correspondería ir a la base militar del cercano San Fernando, en Cádiz. Pero no ocurrió así y fue destinado a El Ferrol –entonces “del Caudillo”– a casi 900 kilómetros de El Pedroso. Y allí, entre las siluetas de los cruceros “Galicia” y “Méndez Núñez” o las de los destructores “Churruca” y “Alsedo”, estuvo la friolera de cuatro años “sirviendo a la patria”, que se decía entonces. Sólo disfrutaba de permisos una o dos semanas, en Navidad y en verano, y cuando en esas semanas volvía a El Pedroso su perrita, Dina, en cuanto lo veía aparecer por la calle Moret salía a su encuentro corriendo enloquecida. El marino de tierra firme dejaba su petate en el suelo y la abrazaba, conmovido.
Terminada la mili, Pepe trabajó primero en la fábrica de jabones de Cataño y López –jabón blanco para lavar la ropa y verde para asear el cuerpo–, luego fue telegrafista –cada palabra a medio real–, agente comercial con su hermano Eduardo, de ultramarinos, de bebidas, de electrodomésticos, de aparatos de radio –Telefunken y Philips, las mejores marcas de aquel tiempo– bicicletas y hasta joyería.
Y en todos estos trabajos, a lo largo de tantos años, se ganó colmadamente la amistad, el aprecio y la confianza de sus paisanos, a fuerza de sencillez, sonrisas y afabilidad. Le llegó al fin la jubilación y con ella se entregó de lleno al servicio de la iglesia y de la comunidad parroquial. 
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Por todo ello, Pepe Lora es una de las personas más entrañablemente queridas del pueblo, si no la que más.
Un día, como a todos, a Pepe Lora le llegará su hora, y sin ninguna duda su destino será el Cielo al que tantas veces ha mirado y rezado. Y allá a las puertas del Paraíso, mientras espera que San Pedro, el portero celestial, anuncie su llegada, Pepe mirará hacia abajo intentando ver su pueblo a través de las nubes, desde las alturas, y exclamará: “¡Qué bien habría visto yo desde aquí el zeppelín y la aurora boreal!
”
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LA MEMORIA PRODIGIOSA. Capítulo XXVII: El único hijo de Doña Eugenia

27/4/2020

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EL HIJO ÚNICO DE DOÑA EUGENIA

En El Pedroso era Pepito el de Doña Eugenia (“Pepito doña Eugenia”, para abreviar), pero en Madrid era Don José Pérez Ortiz. Su madre fue Doña Eugenia, la joven maestra sevillana que, según se contó en el segundo de estos capítulos, llegó al pueblo en 1.901 y ejerció aquí su profesión durante veinte años.
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Pepito pues, hijo único, nacido en 1899, se crío en El Pedroso pero andando el tiempo y llegada la madurez los horizontes del pueblo, e incluso los de Sevilla, se le quedaron estrechos y se marchó a Madrid para hacer carrera. En la capital de España probó abrirse diversos caminos y al final optó por el de las antigüedades, un negocio que le relacionó con la aristocracia madrileña y gentes de alto copete. Pero su actividad no se circunscribió a la compraventa de cuadros, muebles, esculturas y lienzos antiguos, sino que abarcó también otros muchos campos como el de la joyería y la venta de rifles y escopetas. Todos estos quehaceres, y algunos más relacionados posiblemente con préstamos e importaciones, le abrieron las puertas del Tiro de Pichón, el club más elitista de Madrid de la posguerra. Don José Miguel por tanto –que vivía en una zona acomodada de la ciudad, la calle Ibiza– era en la capital un hombre con buenas relaciones y prestigio ganado a fuerza de saber estar, de gentileza y de elocuencia.
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Pero, como tantos otros pedroseños, sentía pasión por su pueblo y a él volvía con mucha frecuencia transformándose en “Pepito doña Eugenia”, un tipo singular que disfrutaba con el trato de sus paisanos y, de manera especial, con los de condición social más popular.
Entre unos y otros, el anuncio de su llegada corría de boca en boca, a la espera de que Pepito se sacara del magín versos y rimas, ripios en los que era especialista. Porque, además de contar en las tertulias del casino sus andanzas y sus grandezas madrileñas, su principal ocupación en el pueblo –amén de evaluar los cuadros antiguos de la parroquia y de la ermita, cosa que hacía cada año– era hacer poemas y coplillas de todo lo que se moviera.
Así ha pasado a la historia pedroseña. Y así se le recuerda, como autor de versos, generalmente ripiosos, simpáticos y divertidos, dedicados a sus paisanos. Llegó incluso a editarse un libro con una antología de sus más ingeniosas creaciones, pero hoy es inencontrable. Por eso, los que aquí se recuerdan son sólo fruto de la memoria prodigiosa de los pedroseños.
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“El Piñonero” era casi un indigente al que nuestro hombre auxiliaba de muy diversas maneras. Dada su pobreza, “El Piñonero” no se podía gastar ni dos reales en afeitarse y pelarse, por lo que, como puede deducirse, su aspecto era penoso, con una pelambrera que casi le cubría medio rostro. En una ocasión, Pepito le dio un vale para que lo pelara Manolo el Barbero – “El Doctor” – y en el papelito escribió:
Manolo,
detrás de ese montón de pelo
encontrarás a El Piñonero.


A Pepito –el diminutivo se mantenía en el pueblo, a pesar de ser un hombre hecho y derecho y una persona respetable y respetada– le gustaba también la caza, afición para la que no le faltaban acompañantes. Una vez salió de cacería con un practicante y con dos hermanos.
Fueron en un coche Bipper, con las cubiertas de las ruedas gastadas. Sus compañeros de caza eran Manolo León, padre, el practicante, y dos de los hermanos Falcón (los Falcones, que se decía). Y nuestro vate, aquel día, compuso uno de sus mejores ripios:
En un Bipper mal calzado
​y al salir rayando el día,
dos halcones y un león
salieron de cacería.

​
Había un alguacil, Palacio, que era manco y particularmente desaseado, famoso por su desaliño y suciedad. El uniforme lo llevaba siempre lleno de manchas, astroso y mugriento. Vivía en el patio del Ayuntamiento, junto al calabozo municipal. Un día detuvieron a un ladronzuelo de gallinas – también de aspecto deplorable – y lo encerraron en aquella celda. Pepito escribió:
Eso sí que no conviene,
mandarle al alguacil
más mierda de la que tiene.


Las actividades líricas de Pepito no se limitaban a El Pedroso, sus amistades y círculos de la capital madrileña también las disfrutaron. Para recordar una de sus más famosas cuartetas capitalinas hay que aclarar, previamente, que una “tumbaga” es un valioso anillo de oro y cobre y que un “tranco” era el nombre popular de mil duros (cinco mil pesetas), cantidad considerable antaño. Recomendado por sus amistades, fue, en este caso Don José Miguel Pérez Ortiz, aquejado de ciertos males, a la consulta del doctor Jiménez Díaz que era famoso no sólo por su eminencia médica, sino también por sus elevadísimas minutas.
Don José Miguel, para evitar un importe desmesurado de su visita y aparentar condición modesta, se quitó el valioso anillo de oro, a pesar de lo cual tuvo que abonar al prestigioso y carísimo médico la cantidad de 5.000 pesetas. Y nuestro vate dejó constancia de tan singular abuso con esta cuarteta:
Si quitándome la tumbaga
me ha cobrado los mil trancos
si me la dejo puesta
me deja en calzones blancos.


A pesar de estas chuscadas, cuando quería podía componer poemas de una cierta calidad y belleza como el que dedicó en su libro “CAMINOS DEL CANTE - La guitarra y la lira” a una vieja encina de la ermita del Espino:
¡Pobre encina del Espino!
¡Pobre encina milenaria!
¡Cómo he llorado al mirarte,
tan triste y desconsolada!
¿Dónde están tus verdes frutos?
¿Dónde están tus hojas pardas?
¿Dónde están aquellos nidos
de ruiseñores de ágata
que en tus brazos corpulentos
parecían gotas de agua?


En El Pedroso, en su casa de la calle de Los Cercos, se montaban unas timbas considerables a las que acudían las gentes más variadas del pueblo. Se jugaba, se bebía, y en momentos ya álgidos, era costumbre tirar cohetes en el brasero. Aquellas estrafalarias reuniones las presidía, feliz y divertido, el propio Pepito y en ellas no faltaban otros dos personajes, Jiménez Tonterías y Petaca, con los que el ilustre socio del madrileño Tiro de Pichón no tenía inconveniente en alternar, sino todo lo contrario. Formaban un trío desigual y anárquico: Jiménez tonterías recitaba las coplillas que le escribía su mentor y Petaca no paraba con sus excentricidades.
Así han quedado los tres en la memoria de los pedroseños y el escribidor, contagiado por la musa de Pepito, quiere recordarlos con unos versos tan ripiosos como los suyos:
Pepito de doña Eugenia
pudo ser buen trovador,
pero no tuvo la venia
y sólo fue rimador.
Así, se quedó en ripioso
y lo hizo cual poeta
componiendo en El Pedroso
ripios mil y cuchufletas.
¡Ay, Pepito, te querría
dando otrosí la matraca
con Jiménez Tonterías
y Daniel el Petaca!
Locatis y no malditos,
el pueblo os guarda memoria
porque los tres, ¡Oh Pepito!
habéis entrado en la historia.
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LA MEMORIA PRODIGIOSA. Capítulo XXVI: Las tonterías de Jiménez.

26/4/2020

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LAS TONTERÍAS DE JIMÉNEZ

Si a algún personaje pedroseño le cuadra perfectamente el adjetivo de extravagante, ese es sin lugar a dudas, José Jiménez González, conocido popularmente y recordado como “Jiménez Tonterías”.
Las historietas, cuentos y anécdotas en torno a este singularísimo personaje pedroseño son casi interminables, contradictorias a veces y algunas seguramente fantasiosas. Pero hay un retrato suyo muy ajustado a la realidad y divertido, debido a la pluma de Luis Odriozola:
"Jiménez Tonterías era un tunante, maestro en casi todas las especialidades del Patio de Monipodio. Podría ser, según conviniera, peregrino, lagrimante, temblador o palpador, y con la práctica de estas industrias vivía a salto de mata como un pícaro del Siglo de Oro.
Situado en la plaza del pueblo hacía las delicias de la chiquillería contoneándose con dos lagartijas vivas colgadas de las orejas, que se man-tenían como zarcillos por el mordisco que les obligaba a darle en el lóbulo, allí donde las mujeres y los piratas se hacen en agujero.
Con este reclamo vendía a tres chicas grillos que transportaba entre la boina y el cuero cabelludo, y hasta engañaba a los más pequeños despachándoles por igual precio grillas, que todos sabemos que no cantan. La cosa era engañar, dar gato por liebre: si vendía castañas, no se pelaban; si almendras, casi todas eran agrias; si berros, procedían de un albañal".
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Era raro, el más raro, el más tarambana y el más majadero del pueblo. Pero era también algo más: era listo, según algunos,
tan listo que hizo de sus disfraces, pillerías, engañifas y embustes una forma de vivir o de sobrevivir.
"Disfrutaba con sus truhanerías. Era frecuente verle por los ejidos y callejones destacando su alta y huesuda figura, con los pantalones en las canillas y una chaqueta de tres tallas más, rodeado de chavales a los que iniciaba en los secretos de cómo inflar una rana soplándole con una pajita por la cloaca, recitando poesías con el regocijo de la golfería o compartiendo algún membrillo o granada de dudosa procedencia.
En la romería y el día de la Virgen tiraba los cohetes, encabezaba sin el menor cansancio los ¡vivas! a todo lo que bien cayera y tocaba las campanas de la torre.
Iba al frente de la banda de música en la feria, retransmitía las autopsias desde la ventana del local del cementerio a los curiosos distantes e, inquieto viajero abandonaba por largas temporadas a su pobre madre, efectuando largos periplos, cuyo inicio y transformación de la figura efectuaba en los trenes".
​
A Jiménez Tonterías se lo podían encontrar sus paisanos en las playas de Punta Umbría con una cruz al hombro y asegurando que era la reencarnación de Cristo, o en una helada estación del norte haciendo de guardacoches, o en el tren ascendente hacía Mérida recitando los poemillas que le escribía Pepito el de Doña Eugenia. En el tren descendente hacia Sevilla no solía actuar porque era suficientemente conocido por pasajeros, revisores y agentes de la autoridad y eso afectaba negativamente a sus negocios. 
"En el Correo de Madrid, vestido de peregrino con su almeja, la barba rala y los ojos sanguinosos de vidente atormentado, vendía estampitas de santos de advocación estrambótica, medallas milagrosas que decía traer de Tierra Santa y “detentes” de tres capas. Y con su figura insólita de parla santurrona recogía las limosnas en una escudilla."
A esta faceta mística añadía a veces la atlética que forzaba el revisor o la guardia civil. Entonces, la huida del vagón acababa con su apresuramiento y quedaba abandonado a su suerte en la primera estación.
"Estas aventuras, de las que el protagonista no hablaba, dan pie a sospechar en una vida rica en contrastes, con interrupciones producidas por la aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes.
Regresaba a la humilde casa de su madre siempre en situaciones límite, tanto legales como físicas, pero rápidamente resurgía y montaba otra actividad en el pueblo para hacer olvidar a la anterior, que también acababa siendo delictiva. Estaba acusado de intrusismo por el farmacéutico, el médico y los maestros, pero todas estas causas morían ante el juez o ante el comandante del puesto de la Guardia Civil tan sólo con su presencia, que invitaba más a risas que a procesos.
Curaba las verrugas con “rabicana” (Hierba Cana), los diviesos con “sanalotodo”, la rija con saliva y a los ancianos les proporcionaba un afrodisíaco a base de apio y ortiga blanca, de resultados sorprendentes.
A la hija del hortelano de La Lima, que le daban vahídos y andaba con la color quebrada, le diagnosticó el embarazo y le planificó el aborto; pero el novio no aprobó el procedimiento y lo persiguió a punta de navaja provocándole una nueva peregrinación por las Castillas".

Hasta su muerte tuvo algo de bufonada, en este caso trágica, porque ¿cuántas personas han muerto en las pistas de un aeropuerto atropelladas por un vehículo de servicio? Muy pocas, o ninguna. Pues Jiménez Tonterías fue una de ellas y entregó su alma atropelladamente –nunca mejor dicho– en el aeropuerto de Palma de Mallorca.
"Últimamente le habían conseguido una pensión por débil mental, parecía más serenado y tenía montada en el corral de su casa una academia para enseñar a leer, escribir, el código de la circulación y las señales de tráfico a los jornaleros que precisaban el carnet de conducir motocicletas.
Y murió la madre, esa pobre vieja toda la vida esperando a Jiménez Tonterías. Y apareció, como llovido del cielo, ese hijo que la entierra y vende la casita con su patio de pizarras y su olivo retorcido en cien mil pesetas. Después, toma el tren, con unos pantalones claros y una maleta de cartón.
A los diez días llega una comunicación al juzgado de El Pedroso: a Jiménez Tonterías le había matado la carretilla de los equipajes en el aeropuerto de Palma de Mallorca. De la faltriquera que ceñía bajo la ropa le encontraron noventa mil pesetas”
.
Tras descubrir esta deliciosa descripción de Luis Odriozola, el escribidor se pregunta de qué andará disfrazado en las regiones del Más Allá Celestial aquel fascinante pedroseño, el gran Jiménez Tonterías.
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Capítulo XXVII: EL HIJO DE DOÑA EUGENIA
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    Asociación Cultural 
    ​LA FUNDICIÓN
    ​de El Pedroso

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    LA MEMORIA PRODIGIOSA.
    ​José Mª Durán Ayo


    MÁS ALLÁ DE MI MEMORIA​.
    José María Odriozola Sáez

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